Conversar con Guillermo,
acompañados de una copa de vino tinto, era sin duda un gran placer.
Siempre con una historia en una mano y una broma en la otra, hacía de
una tarde cualquiera, una especial. De una amistad de dos, pasó a ser una de
tres pues, con soltura y naturalidad, mi amigo se convirtió en amigo de mi
esposo, quien llegó a conocer a mi “colega” a través de las historias que le
había escuchado y que yo le compartía.
La opinión de mi hija, al llamarlo “todo un caballero”, resultó cierta.
Su forma de hablar, contrastante con aquellas expresiones que “El Ñerito” usaba, eran algo que
disfrutaba y me hacía reír. Siempre informado y atento a gran diversidad de
temas, era quien abría el juego de la plática, así, como quien pone la primera
ficha en una partida dominó.
Fantasioso lector y gustoso de la historia, me recomendaba libros y
compartía sus críticas como quien sabe un poco más que los demás.
Fue por eso que, cuando me enteré de su escolaridad, no sólo me
sorprendí sino añadí un motivo de admiración por él. Como en muchas otras áreas
de su vida, levantándose, aunque fuera de puntitas para rebasar su
circunstancia, no le permitía, a lo que algunos llaman “destino”, que le
impusiera sus límites.
He escuchado de historias de gente que nace en la pobreza y se supera
hasta tener una vida acomodada; o aquellos que, no teniendo educación alguna,
encuentran un oficio y se convierten en gente respetable y de éxito. En el caso
de mi amigo, su biografía contiene un poquito de todo, pero yo recalcaría una
cualidad en especial: Su permanente deseo de aprender y experimentar cosas
nuevas.
Así, aunque su educación formal fue corta, se transformó en lo que
reconoceríamos como un hombre culto y educado; no dejándose limitar por la edad
ni por la excusa de no haber ido a una universidad, avanzó como un gran
autodidacta, puliendo su intelecto y haciéndose sensible a las bellezas más sofisticadas.
Por eso, ahora, cuando alguien justifica su ignorancia bajo la excusa
de falta de escuela, pienso en Guillermo
y sonrío, pensando, ¡si lo hubieras conocido!
P. D. Un mes, amigo, y sigo buscándote en mi pantalla pero, al
recordarte, las risas que me surgen en el corazón dan consuelo a mi tristeza.
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