Dicen por ahí que recordar es vivir y yo, con cientos de horas en la
carretera, en los últimos días, he tenido mucho tiempo para recordar y revivir
la historia de mi amigo Guillermo o, al menos, desde que nuestras líneas de
vida se intersectaron y la amistad comenzó.
Así que, nomás por el gusto de paladearla, decidí escribir algunos
recuerdos y, por qué no, compartirlos con quien tenga ganas de disfrutarlos conmigo.
¿Qué cómo comenzó nuestra amistad? Supongo que como todo lo mejor en
la vida, sin plan ni propósito y por pura coincidencia (aunque debo aclarar que
no creo en las coincidencias, pero sí en las “Dioscidencias”).
Pero por comenzar por algún lado diré que supimos de nuestra
existencia en una boda pero, no, no una cualquiera. Cabalgaba, por la plaza de
Tequisquiapan, un largo cortejo de hombres vestidos de charro y monturas
enjarciadas, abriendo paso a la novia que relucía en un carruaje antiguo. Y,
como siempre, alguien puso el ojo en lo no evidente a los demás. Sus ojos y su
lente se volvieron hacia una joven mujer, menuda y pequeña, que se acercó hasta
los caballos que habían jalado la carroza hasta el frente de la iglesia y que ahora
esperaban, pacientes, acosados por las miradas y manos que ansiaban tocarlos.
La mujer, a diferencia de los demás admiradores, se acercó hasta uno
de los caballos y, como quien ofrece una caricia sobre la piel de un niño, le
tocó el rostro y posó su frente sobre la del hermoso corcel. Sin reservas, la
mansa bestia se dejó acariciar y se entregó al mimo. Entonces. . . ¡Click!
¡Click! ¡Click! El obturador de una cámara llamó mi atención y ahí estaba él,
Guillermo, borrando al mundo y concentrado en aprisionar ese momento en su caja
de fantasías a la que, después me enteré, llamaba la “cámara vaga”.
Mi entorno recobró el movimiento al anunciarse la salida de los novios
y todos buscamos un lugar desde donde observarlos. Al furtivo fotógrafo, no lo
volví a ver. Tal vez se lo tragó la multitud o tal vez se escurrió como liviana
sombra para ir a la caza de nuevos momentos. No lo sé.
Fue hasta que vi el resultado de aquella cámara indiscreta, la imagen
del instante de intimidad entre mi hija y el caballo, que conocí su nombre y
confirmé su existencia.
-Se llama Guillermo –me respondió mi hija, cuando quise saber el
nombre del autor de tan mágico retrato– aunque le gusta que le digan “El Ñero”.
¡Pero es raro! Se quiere hacer pasar por hombre vulgar cuando, en realidad, es “casi”
una dama.
El mote me sirvió para retenerlo en la memoria y, por instinto, pude
adivinar que algo especial había en aquel desconocido que, al paso de poco
tiempo, dejaría de serlo pero. . . eso es otra historia.
Redacción humana y no mecanizada, hace mucho que no leía un estilo tan ameno, felicidades.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario, Erik Torres. Me halaga que lo estés disfrutando y que hayas encontrado algo diferente para tu lectura. Saludos. (PD: ¿Cómo llegaste al Blog? Es simple curiosidad.)
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