“La vida está hecha de momentos”, recitaba una frase publicitaria y,
en cierto sentido, coincido. Esos momentos, a veces instantes, tienen la
capacidad de imprimir matiz y realce a la cotidianidad, convirtiéndola, con
sus pinceladas, en algo que se imprime en la memoria del corazón como con tinta
indeleble al tiempo.
Pero, esta vez, no quiero hablar de ese tipo de momentos sino de aquellos que anunciamos y que se
prolongan tanto que hacen desaparecer un mejor futuro, pero. . . creo que daré
un paso atrás en la historia y mostraré de lo que estoy tratando de hablar.
Hace no mucho tiempo atrás, cuando el iPad y el iPhone con 3G
no habían llegado a mi vida, y la tarde comenzaba a caer, siguiendo el impulso
de un reloj interno, me levantaba para recorrer la casa. Mi olfato hacía una
inspección antes de acercarme al sahumerio y verter unas cuantas gotas de la
esencia que me inspiraba para acompañar la temperatura de la habitación,
entonces, encendía la vela para
completar el ritual. Con la vista me aseguraba que los muebles y objetos estuvieran
en su lugar, y que una luz, al menos, quedara encendida.
Luego pasaba por el espejo de mi tocador y revisaba que mis rizos
lucieran en una caída casual, y que mi rostro tuviera la apariencia de quien no
se ha maquillado pero que los estragos del día quedaran encubiertos. Cepillados
los dientes, daba el toque final aplicándome labial. Y, complementando el
ambiente preparado, rociaba mi cuello presionando dos veces el aplicador de
perfume, una vez de cada lado.
¿Qué hacía después? Cualquier cosa. A veces leer, escribir, ordenar un
cajón o revisar la agenda para el día siguiente. La actividad, en ese lapso del
día, era lo de menos pues, lo principal, ya había sido atendido.
Entonces, portafolios en mano, entraba mi marido. Sin parecer el
perrito agitando el rabo, levantaba el rostro y concentraba mis labios en
recibir los suyos. Con poca originalidad, entonces preguntaba: ¿Cómo te fue? Y
mis oídos, mente y corazón, se disponían a escuchar la respuesta que, en más de
las veces, comenzaba con una palabra dicha con entusiasmo: ¡Bien! Y continuaba
con un breve resumen de los encabezados del día.
Pero, como en todas las historias de modernidad, la tecnología obró y
la escena cambió.
La computadora, para cubrir cualquier eventualidad, permanece prendida
sobre el escritorio; el iPad, con la excusa de que también funciona como libro,
nunca está a más de dos metros de distancia de mí y, el celular, por cualquier
emergencia, o está en mi mano o en el bolsillo trasero del pantalón. Los tres
elementos indispensables, hoy en día, me hacen pronunciar una palabra que pone
en la fila de espera, a todos y a todo, para tener mi atención.
El reencuentro vespertino con mi esposo ahora tiene otra entrada y
abre con: ¡Un momento!
Así, cuando él llega, mi mente ordena ¡momento! y se resiste a distraer
su concentración de: El juego que requiere de toda mi atención, la conversación
por chat con alguna amiga, el párrafo que justo presenta el clímax de la
historia, la búsqueda de ese artículo en Google, la lista de canciones que
estoy conformando en YouTube, el más reciente comentario de mi hijo o la fotografía del álbum que mi hija acaba de
subir a Facebook. Las opciones y razones para mantener mis ojos en la pantalla
y no estirar el cuello, levantar el rostro y ofrecer mis labios para recibir
los de mi esposo, en el momento de la bienvenida, son tan vastos como las opciones
que ofrece el mundo cibernético.
¿El resultado? Aquellos momentos personales de contacto, íntimos,
húmedos y vívidos, se enfrentan con mi actitud de “un momentito” y, para cuando
termina la pausa, se han esfumado y se han perdido en un pasado en el que nunca
ocurrieron ni dejaron huella.
¿Dónde estarán los momentos memorables si, atropellada por la
permanente urgencia y demanda de la comunicación y la tecnología, vivo
postergando lo que tengo enfrente y puedo tocar? ¿Será capaz, toda esa
información de contactos virtuales, de llenar con hermosos recuerdos mi memoria
y ser la fuente de vida y remembranzas para mis tiempos de vejez?
Una punzada de añoranza me hace cerrar los ojos y revivir aquellas
bienvenidas, y junto con aquella imagen, se desborda una cascada de recuerdos:
Las conversaciones interminables con los ojos puestos en el otro; el abrazo
antes de dormir, envueltos en el silencio; las pláticas en el auto durante los
trayectos; las reuniones de amigos donde la atención se fijaba en recordar un
buen chiste y. . . ¿Cuánto estoy dejando que me robe la modernidad?
Ahora puedo asegurar, “El ayer tenía tiempos mejores”.
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