Era alta, de cabello negro con destellos de azul, dentadura de
formación militar y se llamaba. . . Esperanza.
A mis 16 años y siendo proclive a los sueños, mi maestra de literatura
universal se convirtió en la directora de mis primeros viajes sobre caminos de
letras. Al iniciar el mes, una lista de cuatro o cinco libros circulaba en el
salón y Esperanza, mi profesora, se encargaba de hacer una presentación para
engolosinar nuestra curiosidad. Haciendo alarde de sus dones de cuentista, nos
llevaba de la mano por el umbral de la historia y, como buena mujer, siempre
sabía cuándo detenerse para lograr un coro unánime – ¡Aaaaah, siga por favor!– de
sus adolescentes pupilos.
Entonces comenzaban mis actos de escapismo. Incapaz de resistir a la
tentación de zambullirme entre las páginas de los libros asignados, por días
enteros me transformaba en sombra. Para cuando los profesores entraban al
salón, yo me había parapetado en la banca, al final de la fila más alejada de
su asiento y, con mejores dotes que
Houdini, lograba la ilusión de mi ausencia.
Embobada en la lectura, dejaba pasar las clases de matemáticas,
biología o cualquier asignatura que estorbara mi enajenación en la lectura. Ni
maestros ni compañeros parecían reparar en el bulto que, escudado detrás de las
portadas, pasaba el día alucinando entre historias y faenas.
El viaje terminaba cuando, antes de que hubiese pasado la semana
después de la entrega del listado, pasaba la página final del último libro. El
mundo a mi alrededor se redibujaba en realidades que, con urgencia, me
recordaban que ahora tenía que iniciar la caza de apuntes y notas de las demás
asignaturas. ¡Que martirio!, y no hablo de las clases perdidas, sino de la
espera interminable hasta que llegaba la siguiente lista de lecturas.
Hoy, día del maestro, muchos chicos llevarán un regalo a sus
profesores y les harán un festejo. A la distancia de 37 años, hoy recuerdo a mi
maestra Esperanza y, en secreto homenaje, le escribo estas líneas para
agradecerle que ella, con su pasión por los libros, haya puesto en mis manos mil
mundos al enamorarme de la lectura. Con su ingeniosa presentación, me mostró el
camino al refugio al que siempre viajamos solos y abrió mi pensar a otras
mentes.
¿Sabrá ella que, a mis cincuenta y tres años, aún me escapo de la
persecución de los deberes para esconderme en el dichoso mundo de papel,
tinta e historias, y me vuelvo
invisible? Tal vez ni siquiera lo imagine pero, yo, ¡cómo disfruto desaparecer
del mundo!
Cada vez que doy vuelta a la portada de un libro, recuerdo a aquella alegre
mujer y agradezco que, en el cruzar de nuestros caminos, su nombre, Esperanza,
se convirtiera en el anuncio profético de todos aquellos universos que, hasta
en los tiempos más negros, me acogen y regalan la esencia de un futuro sin fronteras: La esperanza.
¡Feliz día del maestro, Esperanza!
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