Cuando naces, siendo el octavo
hijo, abres los ojos enquistado en un organigrama que, de un plumazo, te deja
con tres madres y cuatro padres de todas las edades, ¡además del par de
progenitores originales!
Para cuando apareces en escena,
tu bagaje histórico está repleto de anécdotas familiares que aprendes, festejas
y repites como si fueran propias; historias que se tejen en tu memoria junto con
las clases de geografía, español y música.
Con una tropa de hermanos por
delante, desarrollas la sana costumbre de la codorniz y, casi por instinto,
sigues la fila que te precede, a veces sin preguntarse si te encaminas a una
nueva travesura o a una junta familiar.
Como silencioso oyente o
risueño participante, brevas bromas y manías de todos tus antecesores. Nada
queda oculto a tu vivaz mirada y, ante la falta de censura, crece el don de picardía
con la naturalidad de la hiedra y sin que nadie se dé cuenta.
Como en el juego de “dónde quedó la bolita”, tus faltas y
pecadillos quedan encubiertos por siete aliados que las hacen “perdedizas” a los ojos de maestros,
prefectos y papás. Cualquier denuncia escolar ha de pasar por un tamiz
interminable de cómplices que, justificados por el amor, retardan una posible
sanción hasta convertirla, de infracción, a insignificante travesura.
Y, si eres pescado con las
manos en la masa, escucharás, como maestra pasando lista, los nombres de todos sus
antecesores antes de que a tu madre se le de pronunciar el tuyo: “Edgar, Carlo,
César. . . ¡tú, Rubén Darío!
Así, justo así, es como se
forma un hijo, el octavo y último de una enorme familia; creciendo bajo el
cobijo de la manada y hasta ganarse el honroso título de: “Corregido y
aumentado”.
Pero como es destino de todo
bienaventurado, los años pasan y el niño deja de serlo; el adolescente es
traspasado por el tiempo y nace el hombre. Y es de ese hombre del que hoy
quisiera hablar.
Muchos frutos se ven en la vida
del Benjamín de la familia, mi
hermano pequeño, Rubén Darío.
De entre toda aquella loca
infancia, repleta de sucesos divertidos, como inexplicable alquimia, surgió la
sabiduría. Hombre de rostro joven es mi hermano, pero de corazón maduro de
reposada sapiencia. Con la madurez lenta de los frutos dulces, se ha llenado de
palabras amables de esperanza, el corazón y, con generosidad pausada, las regala
a los que ama, siempre entre risas y sonrisas.
Con diques forjados de
carácter, aprendió a contener las tempestades del temperamento hasta
convertirlas en la entereza de la noria y los molinos de viento. Aquel chico
impetuoso de la infancia, a fuerza de convicción, ha domado sus indisciplinados
vientos y ahora los usa para empujar, con atinada dirección, sus velas.
Fue él, Rubén Darío, quien
enseñó a mi familia a traspasar fronteras. Cual pionero antiguo, sembró en la
generación siguiente la semilla de la formación en el extranjero. Fue mi
hermano, R.D., quien llevó las oraciones de los otros nueve hasta los confines
de Francia y levantó el orgullo familiar al cielo cuando conquistó sus metas.
Mostrando un juicio prematuro,
eligió a la mejor esposa y, con tino fiel, marcó en su vida las prioridades,
esas, que nuestra sociedad está dejando atrás: Primero Dios, segundo el matrimonio,
después familia y al final, trabajo.
Como en fotografía de
tonalidades sepia, adorna la imagen de nuestra generación con su hermosa
familia y hace rebosar el corazón de nuestros padres con justificado orgullo.
Muchas son las virtudes de mi
hermano pero, una en especial, según mis ojos, da particular belleza a su
existencia: La integridad. Una que, para mantener como pilar en su cotidiano
vivir, le ha exigido: Responder con verdad, aunque el mundo levante las cejas;
aferrarse a la fidelidad, cuando ha de defender sus principios y, con un valor
poco frecuente, pronunciar el nombre de Dios, incluso cuando los demás no lo
reconocen.
Hoy estamos celebrando tu vida,
hermano, y no hay aquí quien no lo haga con legítima alegría. Tu paso por
nuestras vidas ha dejado la huella del buen ejemplo y, más de una vez, has sido
referencia para demostrar que, a la mitad de un mundo caído, aún viven hombres como
tú, que aman a Dios y se levantan, cada día, para honrarlo.
Que ese Dios nuestro al que
obedeces, te siga bendiciendo cada día, Ruben Dario. Que te siga nutriendo de
Su sabiduría para que continúes tu tarea como sacerdote y guardián de tu
familia. Que Él te sostenga firme en las sabias convicciones que dan cause a tu
vida y te siga llenando de valor para que jamás te dejes vencer y convencer por
un mundo que se opone a preservar lo que es tu gran tesoro: Tu fe, tus valores
y tu buen testimonio.
Sea siempre nuestro Dios
contigo, querido hermano y le doy gracias por regalarme el privilegio de ser tu
hermana.
Te amo, te admiro y te bendigo
eternamente.
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