Si alguna vez tomé conciencia del paso del tiempo sobre mi cuerpo,
ocurrió este año.
Con las aspiraciones, sueños, expectativas y relaciones rotas, mi
cuerpo, al igual que todas ellas, se quebrantó.
Como el reflejo de un espejo, enfermedades y achaques se revelaron
como producto de la forma en que viví estos doce meses de mi vida, etapa que
concluirá en diez días. Y, así como decía mi abuelo que, “las carreras que el
burro pega, en el cuerpo se le quedan”, todos mis afanes, desvelos y tristezas
pasaron su factura, dejándome el cuerpo tieso y agotado.
Cuando más abatida estuve, mi corazón, magullado por el dolor, se
debatía entre la decisión de parar o continuar latiendo, y así pasé meses
respirando entre lo que los médicos llamaron “arritmias” (aunque bien yo sabía
que era mi alma, quien le aconsejaba dejar de latir).
El sueño se convirtió en mi compañero permanente, las ojeras en mi
maquillaje y la tristeza en mi vestido. Y a todos este deambular, cansado y
gris, con atinada experiencia, el médico le puso nombre: Depresión. Aunque tal nombre
parece familiar a todos, para mí fue novedad vivirla y mucho más difícil me
resultó entenderla. Cualquier tristeza que podía recordar, se convirtió en
pequeña junto mi nueva acompañante y no
me alcanzaba ningún esfuerzo para lograr vencerla.
Así, con el espíritu empequeñecido y el cuerpo roto, llegué al momento
de gritar por auxilio.
La ventaja de ser parte de una familia es que, cuando estamos por
sucumbir, una sola llamada basta y, como boyas en la tormenta, aparecen los que
te aman para ir en tu ayuda.
Fueron ellos: Mi esposo, mi hijo, mis padres, mis hermanos y mis
amigos quienes, como enorme red de cariño, me tomaron en sus brazos para
cuidarme y, con infinita paciencia, esperaron junto a mí hasta que mi cuerpo
recobró la salud y mi alma se sosegó en la esperanza.
Fue el conjuro del amor lo que, con cuidados y ternura, disolvió la
enfermedad que la tristeza trajo.
Hoy mi piel ya tiene color, mis ojos han vuelto a sonreír, el corazón
ha aprendido un nuevo ritmo y, en el fondo de mi conciencia, se ha sembrado el
verdadero sentido del tiempo y su finitud.
El transitar por el valle del dolor, confieso, me hizo desear huir y,
aunque espero no volver ahí por mucho tiempo, hoy me alegro de haber pasado por
el estrecho y oscuro camino de la depresión pues, ha sido ahí y sólo ahí, donde
he podido sentir la más íntima compañía de quien habita en todos lados: Dios.
¡Qué les cuento del paso de mi cuerpo por los 52! Difícil, azaroso e
intenso pero, a toro pasado, maravilloso como el mejor porque. . . ¡Estoy de
pie!
No hay comentarios:
Publicar un comentario