Podría iniciar, escribiendo una lista interminable de cosas que quiero confiar en que ocurrirán. Mis
deseos, aunque algunos han sido frustrados, una y mil veces, debo confesar,
siguen vivos. Entonces, ¿no habré aprendido nada? ¿Acaso no he leído que “Es más feliz, no aquel que tiene lo que
desea, sino el que menos necesita”? La frase me hace sentido y, aun así,
algo no encaja.
Me detengo un momento y algo viene a mí memoria: “La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo
que no se ve”, así está escrito en el libro de Hebreos. Al dar con la
clave, me animo por el diagnóstico que puedo hacer de mí propia esperanza.
Si aún “espero” que cosas
buenas ocurran en el futuro, y que ahora se me presenta incierto, quiere decir
que no he perdido la esperanza; y
aunque ahora mi circunstancia no de visos de ninguna de las realidades que
deseo, comprendo que, lo único puede regalarme la convicción necesaria para saber esperar, sin desesperar, es. . . la
fe.
Vuelvo a emocionarme al toparme con una importante coincidencia: Mi
petición a Dios, día tras día, es que haga crecer y madurar mi fe; así que, si
de Él y sólo de Él depende que así ocurra, y si recuerdo que Él escucha mis
solicitudes y es fiel para cumplir Sus promesas, entonces ¡mi vida tendrá el
final que espero!
Cierto es, que todo es cuestión de tiempo pero, si he llegado hasta los
52, persiguiendo mis anhelos, entonces ¿no están mis esperanzas más cerca de
verse cumplidas? La espera, estoy convencida, cada vez es más corta.
¡Casi siento ganas de sacudirme como los perros lanudos, tras un
chapuzón, y así deshacerme de cualquier vestigio de desesperanza!
Parece que hoy, con algo más de tino, estoy aprendiendo a poner las
esperanzas en las Manos correctas y ya no en aquellas personas que, de tan
amadas, a veces he cargado de más “expectativas” de las que debiera.
La cuenta hasta el final se me está haciendo larga pero, como aún me queda
algo que decir. . . seguiré contando.
“Deléitate en el
Señor, y Él te concederá los deseos de tu corazón”.
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