Mi naturaleza, volátil y humana, está inquieta.
La felicidad extrema, la realidad extrema, la fe extrema, me han vaciado
y una dulce fatiga me ha inundado el alma.
Corro a mi refugio, los brazos que se cierran envolviéndome. Me acurruco
en su pecho y me dejo mecer en la libertad de esos hilos que han crecido,
entretejidos entre su corazón y el mío.
Mi corazón se acompasa con el suyo. Mi respiración tropieza entre
sollozos y mis lágrimas limpian los cansancios, las ausencias y los rasguños de
la incertidumbre. Es tiempo de llorar de alegría, gratitud a Dios y de sueños
que nacen a la realidad.
Nuestra respiración se funde y el abrazo de manos quietas sigue hasta convertirnos en la alianza donde sólo Dios es bienvenido.
¿Podrías llevarnos así, abrazados,
a la eternidad, Señor?
La oscuridad, afuera, inicia su partida. La realidad comienza a dibujarse
al desperezarse el sol y los primeros rayos hacen estallar la burbuja que
protege nuestro abrazo.
El reloj arrea nuestro caminar de vuelta al mundo y con un suspiro largo
iniciamos retirada.
“Volvamos al mundo, amado mío, pero
prométeme que, aunque la distancia crezca entre nuestros cuerpos, no soltarás
mi mano”.
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