Hoy, cuando me encuentro en mitad del antagonismo de opiniones y
sintiendo cómo quiere empujarme al conflicto, recuerdo un pasaje que me dejó
una de las mejores lecciones de vida.
Él, con apenas cinco años, tuvo que sobrevivir a la casi obsesiva
determinación de su madre –de 35 años–, por la alimentación.
Cada comida, en lugar de ser un momento de convivencia relajada, se había
convertido en una contienda, para hacer comer al chico, que casi
inevitablemente dejaba a la madre con la frustración hirviendo en su sangre al
no encontrar la forma de hacer comer al hijo, alimentos sanos y variados.
Cierto día, donde el menú incluía una nutritiva sopa de espinacas, la
madre llegó a la mesa con media estocada de impaciencia cruzándole el vientre.
Para la tercera llamada de atención, la tensión se había instalado entre los
comensales y, cuando la siguiente queja del niño se escuchó, ella estalló en
desesperación. Ya fuera de control, plasmó el pequeño plato de plástico a mitad
del rostro del pequeño, que terminó con una máscara verde escurriendo sobre sus
mejillas.
De nada sirvió el arrepentimiento que invadió a la madre. El daño estaba
hecho y los ojos llenos de lágrimas del chiquillo le confirmaron que, ese
arranque, la cargaría con una culpa por el resto de su vida.
Dos días después, llegó una invitación de la directora de la escuela y
ella acudió con más curiosidad que preocupación.
-¿Qué pasó? –preguntó la maestra del hijo.
-¿Qué pasó con qué? –respondió, la madre, confundida.
-Tu hijo, ayer, llegó a la escuela muy triste y con una pequeña marca arriba
de la nariz.
Con el rubor revelando su vergüenza, confesó que había perdido totalmente
el control y que había cometido una enorme estupidez.
-¿Él que te ha dicho? –preguntó, con voz quebrada de culpa, a la maestra.
-Me platicó lo mismo que tú ahora –dijo la maestra– pero al preguntarle
qué pensaba de lo ocurrido, sólo me respondió: “A mi mami se le acabaron las palabras”.
Esa madre, cuyo remordimiento ha cumplido ya 18 años, soy yo. Y aún
recuerdo con gran tristeza mi error. Pero, junto a ese pesar, está la enseñanza
de aquel niño de cinco años, mi hijo, que más allá de buscar nombrar desde el
juicio –como bueno o malo–, encontró la manera de entender al otro, yo, su
madre.
Sin que suene a justificación para mí error, él “entendió” mis razones,
mis emociones y mis limitaciones. Como bien dijo, se me acabaron las palabras, y sólo me quedaron las emociones
desordenadas para responder a su negativa.
Ahora que me tocó a mí enfrentar un “no”, doloroso, inesperado y que
desvió los planes en los que, casi con
empecinamiento, he puesto mis esperanzas, vuelvo mi vista a aquel recuerdo y
aplico lo aprendido para entender al otro, para aceptar sus razones, y para
salirme de la mira del espíritu bélico que me induzca a la enemistad.
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