miércoles, 22 de enero de 2014

“Erase una vez. . . mi vida: La lección”

Hoy, cuando me encuentro en mitad del antagonismo de opiniones y sintiendo cómo quiere empujarme al conflicto, recuerdo un pasaje que me dejó una de las mejores lecciones de vida.
Él, con apenas cinco años, tuvo que sobrevivir a la casi obsesiva determinación de su madre –de 35 años–, por la alimentación.
Cada comida, en lugar de ser un momento de convivencia relajada, se había convertido en una contienda, para hacer comer al chico, que casi inevitablemente dejaba a la madre con la frustración hirviendo en su sangre al no encontrar la forma de hacer comer al hijo, alimentos sanos y variados.
Cierto día, donde el menú incluía una nutritiva sopa de espinacas, la madre llegó a la mesa con media estocada de impaciencia cruzándole el vientre. Para la tercera llamada de atención, la tensión se había instalado entre los comensales y, cuando la siguiente queja del niño se escuchó, ella estalló en desesperación. Ya fuera de control, plasmó el pequeño plato de plástico a mitad del rostro del pequeño, que terminó con una máscara verde escurriendo sobre sus mejillas.
De nada sirvió el arrepentimiento que invadió a la madre. El daño estaba hecho y los ojos llenos de lágrimas del chiquillo le confirmaron que, ese arranque, la cargaría con una culpa por el resto de su vida.
Dos días después, llegó una invitación de la directora de la escuela y ella acudió con más curiosidad que preocupación.


-¿Qué pasó? –preguntó la maestra del hijo.
-¿Qué pasó con qué? –respondió, la madre, confundida.
-Tu hijo, ayer, llegó a la escuela muy triste y con una pequeña marca arriba de la nariz.
Con el rubor revelando su vergüenza, confesó que había perdido totalmente el control y que había cometido una enorme estupidez.
-¿Él que te ha dicho? –preguntó, con voz quebrada de culpa, a la maestra.
-Me platicó lo mismo que tú ahora –dijo la maestra– pero al preguntarle qué pensaba de lo ocurrido, sólo me respondió: “A mi mami se le acabaron las palabras”.
Esa madre, cuyo remordimiento ha cumplido ya 18 años, soy yo. Y aún recuerdo con gran tristeza mi error. Pero, junto a ese pesar, está la enseñanza de aquel niño de cinco años, mi hijo, que más allá de buscar nombrar desde el juicio –como bueno o malo–, encontró la manera de entender al otro, yo, su madre.
Sin que suene a justificación para mí error, él “entendió” mis razones, mis emociones y mis limitaciones. Como bien dijo, se me acabaron las palabras, y sólo me quedaron las emociones desordenadas para responder a su negativa.

Ahora que me tocó a mí enfrentar un “no”, doloroso, inesperado y que desvió los planes  en los que, casi con empecinamiento, he puesto mis esperanzas, vuelvo mi vista a aquel recuerdo y aplico lo aprendido para entender al otro, para aceptar sus razones, y para salirme de la mira del espíritu bélico que me induzca a la enemistad. 

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