La vocecita, desde el asiento trasero, calló cuando el tráfico nos
retuvo por más de tres ocasiones en el crucero, aunque el semáforo estaba en verde.
El silencio me hizo suponer que el aburrimiento finalmente había vencido
a mi hijo, de apenas 5 años, y que pronto tomaría una siesta forzada por la
lentitud de nuestro avance en camino a casa.
-Ese hombre siempre será pobre –anunció, el vigilante
niño.
-¿Por qué crees que será así? –le respondí– ¿No crees que puede dejar de
serlo algún día?
-No –me contestó, con un tono cuya seguridad no encajaba con el de un
niño de su edad.
- No tiene por qué siempre ser así –insistí, decidida a infundir
esperanza en aquella aseveración tan fatalista.
- Nadie le dará trabajo a ese hombre porque sus ropas están sucias. Sus
ropas no pueden estar limpias porque no tiene una casa para lavarlas y
guardarlas. Y no tiene una casa porque no tiene dinero para pagarla, porque
nadie le da trabajo. Ese hombre siempre será pobre –explicó, sin el menor
asomo de duda y con una actitud que no daba oportunidad a la réplica.
El verde, finalmente, nos permitió el paso y yo enmudecí para digerir la
reflexión de mi hijo, quien no agregó nada más a su conclusión y guardó silencio hasta llegar a casa.
En esta época de mi vida, cuando he tomado la decisión de participar en
aquellas propuestas de ayuda para los indigentes, recuerdo aquella conversación
y no me dejo amilanar por las voces que tratan de asegurarme que “no podrás
cambiar la inevitable pobreza que hay por todos lados”.
Estoy convencida que, si esos intentos rompen uno de los eslabones que
atan a la gente a la esclavitud de la pobreza - que tan claramente me mostró mi
hijo de cinco años-, la esperanza de que salgan de ella, es real.
Así que, a seguir invirtiéndome en las causas que todos llaman “perdidas”. ¿Alguien que quiera acompañarme?
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