El día, muchos aseguran, tiene 24 horas y cada hora se conforma de 60
minutos. Pero, yo puedo asegurar que, la medida del tiempo, no es exacta, como
tampoco lo son ni la distancia ni la temperatura.
Y puedo sostener mi aseveración con tan sólo relatarles mi experiencia de
los últimos días.
Por las noches, en mi habitación a oscuras, cierro los ojos en la
esperanza de que el sueño me venza. Miro el reloj y marca la 1:43. Me envuelvo
en la sábana y cambio de posición. Respiro con conciencia y espero. El sueño
parece haber olvidado hacerme la visita. Abro los ojos y los números en rojo me
sorprenden. . . ¡1:46! Los minutos, entonces, toman otra dimensión pues avanzan
como infectados por la eternidad de la ausencia.
También, entre esos cuatro muros, puedo demostrar la relatividad de las
distancias y los espacios. Basta con mostrarles cómo, durante la noche, recorro
cada uno de los 160 centímetros del colchón, con la pesadumbre del condenado a arrastrar un
lastre de cadenas. Con la fatiga de quien no encuentra refugio, al llegar a la otra orilla, me vuelvo para continuar la búsqueda del cuerpo de mi compañero.
De la temperatura, ¡nada más contundente que el frío de la soledad! El
medidor se empeña en convencerme sobre los cálidos grados del ambiente pero,
¿acaso no entiende que sus números no alcanzar para explicar la ausencia de
quien trae tibieza a mi vida?
No, ni los números ni los termómetros ni las cintas de medir pueden cambiar mi verdad. Así que sostengo que, cuando mi amado está lejos, la
distancia a recorrer sobre la cama es interminable, el tiempo parece atascarse
en cada minuto y el frío que me invade es tan sórdido que, ni con el abrigo más
grueso, logro vencerlo.
Viviendo en la gris experiencia de
extrañarte.
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