“Hoy estoy buscando la mejor
manera de decirte adiós,
y al mirarte siento que el dolor
despierta en mi corazón,
hoy mis ojos miran como tantas
veces este otoño gris,
hoy te estoy pidiendo que a
pesar de todo, seas feliz.
Llegará ese día en que mi tiempo
sea sólo para ti,
Llegará ese día en que mi canto
sea un canto feliz,
Cuando me haya ido recuerda que
alguien que piensa en ti,
Cuando muera el día recuerda que
hay alguien que vive por ti”.
La canción suena, y mis ojos destilan lágrimas de pasados tristes.
Aquella canción, traduciendo los miedos que se tejían en mi mente,
recitaba un canto que mi corazón de madre joven y derrotada cantaba a una
pequeñita de apenas 40 días.
La primera en despedirse fue mi mente, agobiada ante la idea de que no sería
capaz de hacer resurgir el mundo perfecto que había soñado para mi bebé.
Aquella ilusión de dos alas, sin previo aviso, vio como una de ellas se desintegraba en la
ausencia, dejándola estacionada en la tierra de la desesperanza.
A los 22 años, me preguntaba, ¿cómo se reconstruye un futuro, cuando
te quedas sola y desvalida? Mi juventud, entonces, se convirtió en mi enemigo y
mi única salida parecía ser “decir adiós”.
La maternidad se convirtió en el reto imposible de cumplir y mi
voluntad, siguiendo los terrores de mi mente, se apagó con una última
determinación: Morir. . . decir adiós.
¿Cuánto tiempo pasó antes de volver a vivir? No lo sé. Más de treinta años
después, aún no me he atrevido a preguntar. Sólo sé que mi madre y mis hermanas
se convirtieron en madres temporales de mi pequeña y mi hermano Carlo en su
padre, hasta que la niebla de la cobardía escampó y me permitió recuperar las
fuerzas.
Después, fueron las risitas de mi Nena y sus ojitos rasgándose, cuando estaba
alegre, los que se convirtieron en mi motor de vida.
Con la herida del abandono
aún fresca, envejecí en meses y convertí esa vejez en experiencia. Si ya no
podía volar con alas de ilusión y ensueño, tendría que aprender a andar sobre
la tierra firme de la realidad. ¿La sorpresa? También aprendí que caminar,
sosteniendo aquella manita, sería la aventura más maravillosa que jamás
imaginé.
Después de más de treinta años, aún veo la cicatriz de aquella
experiencia con la que inicié la maternidad pero, a diferencia de esa joven
acobardada, hoy mi corazón se alegra de todos y cada uno de los momentos que he
vivido siendo la madre de mi hija.
A sólo unos días de que ella dé a luz a su tercer hijo, esta canción
me asalta y me devuelve a las memorias de mi juventud. Sonrío y una oraciónsimple brota de mi gratitud a Dios:
“Gracias por devolverme a la
realidad, mi Dios, y enseñarme a ser feliz con el regalo de la maternidad, sin
importar la circunstancia. Y, hoy, sólo te pido que sigas revelando a mi hija
las maravillas que sólo puedes entregar a quienes tenemos el privilegio de ser
madre”.
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