Más de diez horas de carretera y la sensación de un vacío a nuestras
espaldas me hace girar el rostro varias veces.
Capítulo uno: Nuestro hijo ha partido. Es el primer día, y el regreso
a casa, sin él. Ahora “nosotros” sólo incluye a dos, mi esposo y yo. ¿Qué me
recuerda?. . . ¡Ya! ¡La luna de miel!
Así que comenzamos este libro de 180 capítulos y, a pesar de las
lágrimas atragantadas cada vez que pensamos a nuestro viajero, nuestras manos
se entrelazan y esperamos la llamada que calme la natural ansiedad de los
padres que esperan noticias del arribo del que va en camino.
Las diez horas de encierro tras el volante, para mi sorpresa, se
convierten en el crisol donde catalizo la realidad de nuestra convivencia. ¡Qué
grato es estar tan cerca de mi mejor amigo!
Después de tres décadas, ahora conocemos nuestras debilidades y las
aceptamos; nos apoyamos en la fortaleza del otro y aprovechamos cada momento
para hablar de nuestros miedos, los proyectos, nuestros hijos y los nietos
(nuestro tema favorito).
Sin preámbulos ni dudas, él me pide que tome al volante cuando
reconoce su cansancio. ¿Cuántas veces ha hecho lo mismo pero con su vida? Él
confía en mí y yo he crecido abonando mi seguridad con su voto de confianza.
Transitamos las carreteras rectas e interminables con paciencia, sin
apuro. Nos entretenemos con el relato del audio libro que suena en el auto y avanzamos, kilómetro
tras kilómetro, sabiendo que a paso seguro llegaremos al destino. Pero, ¿de qué
hablo? ¿Del matrimonio o del regreso por carretera? Es que ha sido tan
semejante. En el trayecto, nos alertamos mutuamente cuando hay un peligro o un
desvío; cuando uno está cansado, el otro toma el volante; llevamos siempre a la
mano un poco de agua para refrescarnos y nos damos el tiempo para detenernos a
estirar las piernas o disfrutar el paisaje. Creo que, sin esas provisiones para
un largo viaje, no habríamos logrado vivir esta etapa de nuestra relación.
Llegamos a la siguiente parada para pasar la noche y descansar.
Improvisamos en la selección del hotel y nos adaptamos a lo que el lugar
ofrece. Atendiendo la recomendación de un amigo, con las ropas arrugadas del
viaje, nos dirigimos al restaurante sugerido. ¡Adorable! (y elegante). . . nos
reímos de nuestra facha y olvidamos al mundo que pueda criticarnos; es nuestro
momento para disfrutar de la primera cena a solas.
El mensaje llega justo a tiempo, “Ya llegué, mamá. Todo muy bien.
¿Cómo van ustedes?”. El corazón se aplaca y oramos con gratitud al saber que
nuestro hijo está a salvo después de un día de viaje. Relajados, nos burlamos
de nuestras angustias. Me pregunto, ¿Cuándo extraviamos las máscaras con las
que nos cubrimos en el pasado?
Platicamos y repasamos la circunstancia y futuro de cada uno de
nuestros hijos y nietos. A pesar de las inesperadas desviaciones y baches, el
saldo sigue llenándonos de esperanza. La certeza de que Dios está en control,
nos hace concluir que todo estará bien.
La cena completa la noche perfecta, a pesar del agotamiento porque. .
. ¡ni modo!, el tiempo nos está convirtiendo en personas que deben administrar
su energía.
Él anuncia que tomará esa copita extra que relajará su cuerpo pues, el
espíritu, ya se ha instalado en el descanso. Yo me río de sus orejas rojas y le
tomo de las manos asegurándole complicidad. En eso nos hemos convertido: En
amigos, cómplices, complementos y en una sola carne.
Los deberes tocan a nuestra puerta al llegar al hotel. Él quiere
rehusar y yo codeo a su conciencia. Mejor una noche sin pendientes que un
despertar apurado. Él me escucha y hace el último esfuerzo para enviar
documentos y contestar correos (a pesar de su renuencia), por una buena razón:
Nuestros hijos y nuestros nietos.
Es de noche y la habitación del hotel queda en silencio. Yo me
acurruco pegándome a su espalda. Su respiración profunda me arrulla y su calor
me recuerda que estamos vivos para continuar el viaje.
Hoy es el primer día en que escribimos libro donde, entre los
personajes, sólo incluiremos diálogos escritos por las noticias de nuestro hijo
y, donde nosotros, volvemos a ser dos. . . ¡Luna de miel, esta vez, aderezada
de un amor más grande y más sabio!
Mañana, continuaremos el viaje. ¡Sea Dios con y entre nosotros!
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