Pienso en él y la primera palabra que viene a mi mente es. . .
admiración.
Me propongo descubrir mi razón para esa instantáneamente definición y
la lista de razones la encabeza “su nobleza” pero, comenzaré por las que le
siguen.
Admiro la forma en que abre un espacio, a fuerza de respeto, para
todas las opiniones y las formas de ser. Antes de avalar una crítica o levantar
el dedo contra alguien, busca el filtrarse en las posibles causas hasta llegar
a plantarse en los zapatos del otro para entenderlo.
Admiro la perseverancia con la que persigue sus metas. Cuando muchos
otros han olvidado su propuesta, él continúa con la entereza del gotear
sobre un tejado hasta traspasar cualquier barrera y alcanzar su cometido.
Admiro la paciencia con la que acepta las prisas de sus interlocutores
que, ansiosos por hablar, lo interrumpen y lo convierten en su escucha.
Entonces, sin enojo, concentra sus cinco sentidos en cada palabra que el que
habla pronuncia para procesarla y entenderlo mejor.
Admiro sus ganas de vivir, apreciando tanto el regalo de la vida, que evita cometer
el error de desperdiciarla. Con su futuro en el bolsillo, traza los planes para
hacer de su existencia lo mejor y así sacarle el más cuantioso jugo a su
existir.
Admiro su búsqueda pausada y auténtica de Dios, huyendo de protocolos
y fórmulas ensayadas, para conocerlo a Él como quien descubre a un amigo.
Admiro el valor para acercarse y alargar su mano sobre mis rizos antes
de regalarme la sonrisa que me asegura que me quiere. Admiro su forma de
escribir, profunda y esmerada en la perfección de la composición. Admiro su
risa de niño, su mirada de sabio y sus silencios cuando se funde en la reflexión.
Admiro su amor por nuestro tesoro, nuestra familia. Admiro su disposición abierta de ser tierra y base para sus sobrinos. Admiro el amor por su padre y la ternura que me regala a mí, su madre. Admiro su sabiduría, su diplomacia sin hipocresías, su música privada, su tiempo para reflexionar, su amor por la paz, su espíritu saturado de ideales, su curiosidad felina, su fidelidad de ballenato y su abrazo franco de amigo.
Admiro su amor por nuestro tesoro, nuestra familia. Admiro su disposición abierta de ser tierra y base para sus sobrinos. Admiro el amor por su padre y la ternura que me regala a mí, su madre. Admiro su sabiduría, su diplomacia sin hipocresías, su música privada, su tiempo para reflexionar, su amor por la paz, su espíritu saturado de ideales, su curiosidad felina, su fidelidad de ballenato y su abrazo franco de amigo.
Pero, por sobre todas las cosas, admiro su corazón noble y generoso
que, sin importar los méritos de los demás, comparte por igual, tanto con el amigo como con los suyos. Admiro esa nobleza que deja atrás los intereses muy propios, para
anteponer los de los demás, sin reservas.
Admiro a mi hijo, sí, con la pasión de una madre pero con la
objetividad del extraño.
Dios me bendijo con su presencia hace 23 años y, al día de hoy, él ha
agregado motivos para mí deseo genuino de seguir celebrando su llegada.
Eres ya un hombre. Eres grande de espíritu, mi Tayo, pero más allá de todo, hijo mío. . . ¡eres bueno!
¡FELIZ CUMPLEAÑOS! ¡DIOS BENDIGA CADA UNO DE TUS DIAS, POR EL RESTO DE
TU VIDA!
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