¿A quién le gusta levantarse temprano. . .en domingo. . .y en viaje de
placer?
La respuesta es obvia, ¡a nadie! Así que eso nos incluye a mí y a mi
familia. Aun así, tras algunas indagaciones, elegimos la iglesia a la que
asistiremos y fijamos horario de salida. Entonces, horas después, se llega el
momento de escuchar el timbrar de la alarma que nos recuerda la decisión de ir
a la congregación, y las sábanas intentan boicotear nuestra resolución.
Razonamientos como “no es para tanto” o “Dios está en todas partes”, fluyen
como un río que quiere arrastrar nuestra decisión. ¡Están de vacaciones!, es
otra frase bien intencionada que llegamos a escuchar y que se une a la guerra
que libramos.
Un momento de silencio interior y la pequeña voz se escucha: “Es el
día del Señor, aquel que bendice todos los días. . . incluso los domingos”. Con
la conciencia despierta, saco los pies de la cama y la gratitud me infunde las
endorfinas necesarias para sonreír por el placer que está por venir; ese gozo
que sólo nace cuando el corazón pronuncia las palabras “¡Gracias, mi Dios, por
ser mi Dios!”.
Así como invierto a mi tiempo para elegir la ropa que vestir para una
fiesta, busco mis mejores prendas y me arreglo con esmero. Hoy es el día de la
semana en que visito la casa de la Persona más importante en mi existencia y,
con el mismo cuidado, trato de arreglar mi apariencia interior, la belleza de mi
corazón y mi conciencia. Porque, igual que sonríe un padre al ver a sus niños
acicalados, así imagino que mi Padre sonreirá al verme entrar a su casa.
Sí, puedo entender que resultemos incomprensibles en esta casi “absurda”
costumbre de dejar la cama temprano, en un domingo y de vacaciones, para ir a la iglesia. Pero, ¿Cuándo
se ha sabido que un loco amor sea sensato?
Me gusta ser absurda e incomprensible pues, el origen de esa locura es
mi gran tesoro: El amor a Dios.
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