El último acorde mayor de la sinfonía número 7 de Liszt sonó en el
corredor, aún a oscuras, y mis recuerdos continuaron la danza en la penumbra. .
. Dos de agosto, un aniversario más.
Después de siete cortes durante el noviazgo, el día del ultimátum
llegó. Él, cansado de mis respuestas esquivas y mi incapacidad para tomar un
compromiso, se coló a la fiesta de inauguración de mi pequeño departamento.
Esperando a que el último invitado partiera, y armándose de valor al calor de
una copa, dejó caer la pregunta que yo trataba de evadir: ¿Quieres casarte
conmigo?
El mundo giró a mis pies en sentido contrario al de mi cabeza.
Ganando tiempo, hice dos preguntas para medir el terreno de mi futuro
y, con voz poco firme respondí: Si.
Dos días después, él partió a Europa dejándome con la consigna de
fijar la fecha de la boda bajo la sugerencia de “cuanto antes, mejor”. Llamadas
frecuentes me acorralaban hasta que logré señalar el 22 de agosto y, ya de
regreso, adelantamos el evento al día que daría inicio a nuestra vida, juntos:
Agosto 2.
Podría mentir y decir que el tiempo previo a la boda fue perfecto y maravilloso.
Pero, en realidad, no fue así. Mientras los días pasaban, ajena a preparativos
que me parecían superfluos, trabajaba en preparar mi corazón para tomar un
compromiso permanente. “Divorcio” era una palabra que había decidido que no
formaría parte de mis opciones y las dudas parecían dardos nocturnos que me
robaban el sueño.
¿Lograría llevar un matrimonio por el resto de mi vida? ¿Amaba lo
suficiente como para superar los obstáculos y luchar por ese amor, a viento y
marea?
Después me enteré que no era la única que navegaba las tormentas de la
duda. Gente cercana, tiempo después, me confesó que no apostaban a favor de nuestra
unión y auguraban un pronto rompimiento. Más que ofenderme, lo entendía. ¿Cómo
pensar lo contrario cuando nuestro noviazgo sufrió siete rupturas en menos de dos
años y medio?
El gran día llegó. Agazapada en mi pequeño departamento, a solas, lloré y lloré
hasta que mis ojos parecían dos pequeños sapos. El terror me tenía presa y mi
voluntad jugueteaba con la idea de desaparecer, llamar para anunciar que no
llegaría a la boda y confesar que lo lamentaba.
¿Qué ocurrió para que cambiara de opinión? No lo sé. Tal vez una esperanza de
voz callada me alentó o un sueño guardado bajo la cama me dijo que esa lista de
“pros” y “contras” me ayudarían a hacerlo revivir. Quizás sólo fue que no
habría sabido que hacer con eso que sentía por mi prometido. . . ¿era amor?
Rodajas de papa sobre los párpados y un maquillaje minucioso lograron que tuviera un rostro presentable. Temblando sobre los tacones, llegué al encuentro del
novio más feliz del mundo. Una punzada de culpa se hundió en mi estómago. Aún
no firmábamos y ya le había fallado al no estar a la altura de su amor. Y,
entonces, la gran aventura inició tras un beso audaz y descarado, delicioso,
que todos aplaudieron.
Varias semanas después, ya en el lecho de nuestro hogar, una madrugada me despertó abrazada a su
espalda cálida. La cercanía de nuestros corazones logró un coro, fundiendo los latidos. Me senté junto a él y lo miré mientras dormía, sereno. El rasgo de su
nariz y sus cejas poblados me parecieron tan bellas y, a la vez, tan ajenas.
Ese hombre me gustaba y, entre lágrimas de felicidad, descubrí que lo amaba a
rabiar, con una intensidad que me hizo doler el corazón. ¡El amor era tan fuerte que mi pecho parecía explotar!
Esa noche, después de haber pronunciado un "si" dudoso, semanas atrás,
pude responder con plena certeza: Sí, amo a mi esposo y estaré junto a él, en
las buenas y en las malas. . . hasta el último de mis días.
Hoy, en nuestro aniversario, te digo algo que antes ya te he dicho,
esposo amado: Gracias por amarme. . . por lo que soy y a pesar de lo que soy.
¡Feliz aniversario! El milagro continúa, un día a la vez.
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