La ventaja de ser abuela es que, cuando se dan las despedidas y finales, ya
tenemos plena conciencia del correr de la vida y más tiempo para disfrutar de
esos cierres de ciclo que ocurren en la vida de los nuestros.
Ayer, envuelta por una mañana de sol y humedad, disfruté del fin de
cursos de mi nieta. Un puñado de gente nos reunimos para celebrar los logros y
perseverancia de los niños que, con orgullo, se hacen llamar “comunidad”.
En un sistema escolar, donde todos son importantes y valiosos por sus
diferencias, se abrieron los espacios para que cada uno de los chicos que se
graduaba expresaran sus talentos y sentimientos. Algunos cantaron, otros
improvisaron palabras emocionadas y, para los que continuarán en la escuela,
fue el tiempo de observar y aplaudir. Para esos pequeñitos, ¡también hubo una
última lección!
Mientras en otras escuelas se extiende la pasarela para que cada niño
pase por ella, en la de mi nieta también les enseñan el arte de acompañar sin andar
bajo la luz de los reflectores. Con un silencio respetuoso y el ánimo de
aplaudir los éxitos de los que parten, dejaron el lugar del protagonismo a
quienes lo habían ganado a mérito de cursar ya varios años.
Todo me hizo pensar. ¿Qué sería de nuestra sociedad si, al igual que
en esa pequeña comunidad escolar, aprendiéramos a celebrar los logros de los
demás y no viviésemos el ansia permanente de sobresalir para ganar el aplauso y
la atención?
Dos palabras se conjugan en mi respuesta: Armonía y equilibrio.
Se me ocurre que, en nuestras relaciones imperaría una sensación de
armonía al vivir libres de la competencia; y un equilibrio en nuestras
emociones se instalaría al tener la certeza de que, sin necesidad de demostrar,
conservamos un lugar único y personal dentro de una comunidad.
¡Cuánta felicidad añadiríamos a nuestra vida, si también gozáramos los
logros de los otros!
Un aplauso a la comunidad Montessori.
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