Entro en la
habitación y, al mirarlo en el reclinable, me parece difícil creer que es él quien
está sentado junto al ventanal soleado.
–No sé cuanto
mido ahora –bromeó mi padre en una consulta médica– ¡pero yo era un gigante de
1.68!
Aquella broma me
hizo reír, al igual que al personal médico. Hoy que la recuerdo, más que una
risa, me ha llevado a las lejanas tierras de mis recuerdos de infancia.
Era yo una niña,
como decía mi abuelo, “melindrosa”. El tema de la comida era, sin duda, una
verdadera pesadilla para mi madre y la cocinera. Verde era un color que siempre
traía problemas pues, fuera un vegetal o una pasta, su coloración la colocaba
en mi larga lista de “incomible”.
Las técnicas y
trucos que mi mamá intentó para que engullera la comida de casa fueron
infinitos pero, uno en especial, se convirtió en la más frecuente –no por ello
la más efectivo.
–No te levantas
de la mesa hasta que te hayas comido el arroz –amenazaba mi madre. Yo ni
siquiera la volteaba a mirar.
Pasaba las
tardes sentada frente al plato de comida helada y observaba como en el muro se
dibujaban las sombras cambiantes por la caída del sol a través de la ventana.
Como la opción de comer estaba descartada desde el inicio de la contienda, la
única salida que me quedaba era ver surgir una sombra en el muro del fondo: la
silueta de mi padre dibujada por el foco de la estancia, cuando volvía a casa.
Cuando eso
ocurría, ¡mi salvación y esperanza de dejar la silla del antecomedor resurgían!
Entonces
iniciaba un discurso que podría repetir hasta en sueños. Mi padre pronunciaba
la pregunta de siempre: “¿Qué haces aquí sentada, flaca?”. Y yo respondía
repitiendo la orden de mi mamá, quien, suponiendo que la escena había comenzado
en la planta baja, afianzaba su postura con la nueva amenaza de que dormiría
ahí –si era necesario– hasta que lo comiera todo.
Entonces mi papi
–tal vez conmovido por mi cara aburrida o intuyendo que mi temperamento terco
no me ayudaría a cambiar– preguntaba, casi al aire, “¿Qué no hay otra cosa que
pueda comer esta niña?”. Y formulada su frase, iniciaba la consabida
declaración de guerra entre mis padres.
–¡Por hacer esto es que Nuria no me
obedece! ¡Siempre la dejas hacer lo que se le da la gana! –reclamaba mi madre,
furiosa, al ver su autoridad socavada por la actitud solapadora de mi padre.
Ignorando los
reclamos o contestándolos con frases que trataban de quitar el enroque en el
que se atrancaban las argumentaciones mutuas, al final, yo escuchaba de mi
padre la frase que abría de par en par mi salida al prolongado castigo.
–¿Qué quieres
comer, Chepi? –me preguntaba papá–
¿quieres un huevo estrellado?
–No –respondía
yo, en voz baja –no me gusta el huevo estrellado, mejor una yema con azúcar.
–Prepárenle a
esta niña una yema con azúcar para que pueda subir a hacer las tareas –ordenaba
él, y era como el banderazo a un interminable tronar de fuegos pirotécnicos pues,
mi mami, enfadada por el desenlace, salía entre peroratas y hecha una furia del
antecomedor.
Si, mi papá fue el gigante de 1.68 que acababa con mis pesares después de pasar horas y horas
sentada frente a un plato de arroz frío que –dicho sea de paso– se me pegaba en
la garganta y ¡sabía horrible!
Lo extraño de la
vida es que, en las últimas semanas, mi papi ha pasado días enteros rehusando
comer y, algunos días, esto se ha convertido en una amenaza grave contra su
salud. Y hoy, yo recuerdo aquellos tiempos en que él me convencía de comer,
aunque fuera una yema con azúcar, para aligerar mi vida.
¡Cuánto desearía poder hacer lo mismo por ti, ahora, papito! ¡Lo que no haría por ver aparecer la sombra de mi gigante de 1.68!
No hay comentarios:
Publicar un comentario