Sólo quien ha
crecido en una familia numerosa, puede comprender lo que es vivir en una
competencia perpetua. Nada explica mejor el tema como aquel dicho popular que
advierte: “¡Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente!”.
En mi casa, si
querías comer esa dona cubierta de chocolate, tenías que aguzar el oído para
escuchar el regreso de la empleada con la bolsa de pan. O si esperabas viajar
mirando por la ventana, debías anticipar la salida y correr al auto gritando
¡pido adelante! Y si querías arreglarte para estar a tiempo, era importante
desarrollar una técnica para colarte y poder tomar de los primeros turnos en la
regadera.
Así es como
sobrevive un hijo que crece “en manada”.
Compitiendo, anticipándose y corriendo para obtener el mejor lugar, la mejor
oportunidad, la mayor atención. La vida –en ocasiones– resulta difícil y no
faltan los momentos en que suspiras preguntándote porqué no fuiste hijo único.
Pero una parte
de la competencia recuerdo con cariño y me hace pensar que hay un aprendizaje
en todo eso.
Como la mayoría
de las familias de mi tiempo, mi papi volvía del trabajo alrededor de las siete
de la noche. En su caso, dos claxonazos anunciaban su llegada y, para
asegurarse que no hubiera pasado inadvertido (aunque puedo asegurar que todos
los vecinos lo habían notado), mi mami ordenaba con un grito: ¡Bajen a abrirle
al señor!
Con el mismo
efecto que el tronar de una pistola en el arrancadero del hipódromo, por lo
menos tres de nosotros nos poníamos en acción. Sin importar si había escaleras
de por medio y dejando de lado lo que estuviéramos haciendo, corríamos hasta el
buró de nuestro padre y nos enfrascábamos en una contienda para lograr ser
quien tomara las pantuflas de papá.
–¡Carlo las agarró ayer! –era una de las
quejas a mitad de los pleitos en que solían terminar nuestras competencias–
¡mamá, dile que me las dé! ¡Hoy me toca a mí!
–¿Quieres
merendar algo, hijo? –preguntaba mi madre, quien siempre ha llamado así a mi
papá.
Él respondía, mi
mami giraba la instrucción a la empleada y entonces mi papi se sentaba del lado
de su cama después de quitarse saco, corbata, mancuernillas y de colgar su
leontina en el perchero.
El momento
esperado llegaba. Mi papá se sacaba los zapatos y el ganador se acercaba para
ponerle las pantuflas. ¡Había triunfado y merecía el honor de calzar a mi papi,
esa noche!
No puedo
recordar cuando dejó de ocurrir esa rutina de competencia por las zapatillas de
noche de mi padre. Tal vez cuando empezamos a crecer y nuestros intereses se
volcaron en nosotros mismos. O tal vez fue cuando él cambió su rutina al ir
prosperando en sus negocios o. . . honestamente, ¡no lo sé!
Sólo sé que hoy
me alegro de haber nacido en una familia de tanta gente donde mi egoísmo tuvo
un límite y mi espíritu competitivo tuvo una de las mejores oportunidades para ejercer: ¡Honrando a mi padre!
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