Salir de
vacaciones –para nuestra tribu– era un reto que requería: muchos recursos,
mucha logística y ¡muchísima paciencia!
El equipaje
debía ser organizado por mi mamá con precisión milimétrica pues el espacio,
como todo, debía rendir para acoger mudas diarias para los padres, la multitud
de hijos y, por si fuera poco, alguno que otro primo invitado.
Una lata de
sardinas es la perfecta representación gráfica de nuestro auto al viajar. Una
vez que nos sentábamos en el asiento trasero, quedábamos ensamblados y así
permanecíamos hasta la siguiente parada. No venían al caso quejas o reclamos
por el mínimo espacio vital que nos asignaban pues ¡íbamos de vacaciones! Y
nada podía empañar la alegría que esto traía.
Cantar –por
horas enteras– la interminable canción “Un elefante se columpiaba” era siempre
parte de la rutina vacacional. Y no podía faltar “Estaba la rana sentada
cantando debajo del aaaagua” pues el rosario de nombres lo hacía por demás
divertido. ¿Creen que podría competir una familia de las de hoy con sólo cuatro
nombres y la rana?
Pero el momento
cumbre ocurría a la orilla de la piscina cuando mi papi nos incitaba gritando ¡Todos
los niños al agua! Nuestro clan sabía lo que seguía pero la invitación incluía
a todos los niños que alcanzaban a escucharlo. Pronto nos veíamos rodeados de
desconocidos pues, en aquel entonces, los niños obedecíamos casi en automático
a la orden del adulto presente.
Mi padre, en
tono militar, organizaba grupos de acuerdo a las edades y anunciaba el orden en
el que se iniciaría la improvisada olimpiada. Así, uno a uno, los diferentes
competidores iban acomodándose en la orilla que servía de arrancadero y
saltaban al agua a la voz de mi papi que gritaba: “¡En sus marcas, listos,
fueraaaa! Entonces todos nadábamos poniendo el corazón para ganar la
competencia.
Al final de la
contienda, los ganadores celebrábamos entre gritos y vítores –incluso de
los perdedores– como si de un campeonato mundial se tratara. ¡Esa era mi parte
favorita! Pues, para muchos de los participantes, era desconocido que en todos
los grupos el ganador era uno de mis hermanos o yo. Y eso me permitía disfrutar viendo la cabeza de mi padre erguida y una sonrisa dibujada en su rostro.
No lo niego, soy
muy competitiva, esa es mi naturaleza. Y aunque nunca subí a un podium
internacional, puedo asegurar que esos momentos de orgullo de mi padre –al
vernos ganar las competencias– fueron y siguen siendo mi mejor trofeo.
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