Cuando yo era
niña –cinco décadas atrás– el tema de los deberes escolares se manejaba de
manera muy distinta a como se hace ahora.
Las tareas eran
obligación de los niños y nadie se cuestionaba si debía ser de otra manera ni
había reclamos si debíamos permanecer por varias horas, cada tarde, hasta
completarlas. Nuestras madres –en el mejor de los casos– asomaban la cabeza
sólo para segurarse de que no hubiera heridos en caso de alguna discusión por
un sacapuntos o una goma.
Si alguna vez
traíamos una nota en el cuaderno para que los padres la firmaran de “Enterados”,
era un evento que sin duda terminaba con un buen castigo o una tunda. Nadie
llamaba al psicólogo ni pensaba que tendríamos daño psicológico permanente.
El hecho es que,
contra toda la lógica y teorías actuales, sobrevivimos y tuvimos una buen
educación.
Pero no faltaba
el día en que, al vernos entretenidos con un proyecto o tarea especial, nuestros
padres se involucraran un poco más. . . al menos preguntando. Así fue cuando mi
papi -cursando yo segundo de primaria– por coincidencia llegó temprano y me
encontró preparando una cartulina para iniciar un proyecto de biología para el
día siguiente.
–¿Qué haces
flaca? –preguntó, al encontrarme tijeras en mano. –¿Quieres que te ayude?
¿Alguno de
ustedes recuerda la emoción que sintió cuando en una rifa se sacó algún premio?
¡Pues así, justo así fue la reacción de mi corazón al darme cuenta que mi papi
haría la tarea conmigo!
Sin mucho
preámbulo, le mostré la monografía (para los más jóvenes, aclaro que Wikipedia
no existía aún) y le expliqué brevemente mi idea de dibujar el diagrama del
corazón en el interior de la cartulina doblada a manera de libro.
Sacando su pluma
fuente –con la inconfundible tinta verde que él usaba– inició los trazos y
dibujando la letra para señalar cada parte del órgano humano, en pocos minutos
concluyó el proyecto que a mí me hubiera tomado por lo menos una hora.
–¿Te gusta? –me
preguntó, mirando la ilustración buscando algún detalle que afinar.
–¡Ajhá!
–respondí (nunca he sido muy rápida para poner en palabras mis ideas
completas). –Y como si de fino cristal se tratara, coloqué mi tarea entre las
páginas de mi diccionario Aristos de pasta gruesa. ¡Tenía que llegar a la
escuela perfecto!
Dos días
después, cuandola maestra pidió
ayuda a una compañera para que repartiera los trabajos de biología calificados,
me removí en el asiento pues me era difícil esperar para ver el 10 circulado en
la portada.
–¿Ocho? ¿Me puso
ocho de calificación? –dije en voz alta, al recibir mi proyecto, y miss Lourdes
volteó al escucharme.
–¿Pasa algo? –me
dijo, mirándome por encima del marco sus anteojos, desde su escritorio.
Negando con la
cabeza, zanjé el intercambio para evitar tener por más tiempo su atención.
El resto de la
semana fue un tiempo miserable. Cada tarde, al escuchar que mi padre había
llegado, me escurría a mi recámara y fingía que dormía, para evitar la pregunta
que sabía me esperaba en nuestro siguiente encuentro. Hasta que llegó el fin de
semana y fue inevitable toparnos en el corredor.
–¿Qué pasó,
Flaca, cómo nos fue en el proyecto? ¿Nos dieron un diez?
Con la cara como
flama y los ojos hechos agua, negué con la cabeza. Sintiendo la garganta
atorada por las lágrimas, nunca pude decirle mis reclamos por la injusticia
cometida por la maestra. Ella no había entendido que era el mejor trabajo del
mundo porque lo había hecho él. Y como hacíamos muchas veces, los niños de
entonces, mostré mi descontento con un silencioso puchero.
–Ya nos saldrá
mejor la próxima vez, Chepi –me dijo, para consolarme y continuó su camino
hacia las escaleras.
Lo que no
sabíamos entonces es que, como muchas cosas extraordinarias. . .no habría una
siguiente vez.
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