Ella tenía
una máxima: “El que no vive para servir, no sirve para vivir”.
Desde que
la escuché pronunciarla, me dediqué a observarla. Al paso del tiempo, me
acostumbré a ver que sus acciones estaban siempre bajo la sombra de su convicción
de vida: el servicio.
Pero no
fue sino hasta hoy que comprendí la extensión y efecto de la enseñanza de vida
de Licha, mi suegra.
Entendí
que servir al prójimo no se limita a dar con generosidad a los necesitados y
hacer “cosas” que mejoren la vida de los que nos rodean. El servicio tiene otras
formas de actuar e incluyen: renunciar, soportar y, en su máxima expresión,
el sacrificio.
Y descubrí
la otra cara de la moneda al observar como mucha gente sustenta sus relaciones
esperando recibir y no servir. Cargan el vínculo con las expectativas de: “Tú me
harás feliz” o “Tu debes completar mi propósito de alcanzar la felicidad”.
Cuando la persona no cumple el cometido, corre el riesgo de ser desechado y
reemplazado.
La fórmula
de mi suegra, por el contrario, se finca en la meta de “contribuyo a tu
bienestar, te acompaño a crecer y, de ser necesario, sacrifico mi estado de
felicidad para que tú florezcas”.
Poner la
propia vida al servicio de otros, no es la opción más popular ni la más
entendida. Incluso, me atrevo a decir, es criticada y menospreciada por
contradecir a la egocéntrica y moderna idea que nos seduce con su propuesta de: ¡Yo primero debo ser feliz!
Entre más
conozco a la gente, más admiro a mi suegra.
Gracias
por tu ejemplo, Licha.
Tu nuera
que te extraña
Nuria
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