Entonces ocurrió lo que creo que pasa siempre. La vida se
impuso. La realidad se limpió los pies con el mapa de amor que había trazado y
todo mi esfuerzo tuvo que ocuparse en intentar sobrevivir.
El embarazo, lejos de una jornada de paz y seguridad, se
convirtió en una lucha por retener a aquel fruto de mi vientre dentro de mi
cuerpo. Aquel compañero de viaje, lejos de vivir con ilusión el tránsito, se
alejaba y corría ante la sola idea de una atadura de por vida. Hasta que, poco
después del nacimiento, desapareció dejándome con una hermosa criatura entre
los brazos. . . y nos quedamos solas.
Cuando mi cabeza volvió a apuntar al cielo, retomé el camino a ojos y corazón abiertos. Sin fe en la humanidad y llena del coraje que sólo un
hijo puede infundir, me levanté en armas contra la adversidad y decidí que mi
hija viviría una gran vida.
Comencé por convertir en prioridad cada fiesta infantil y
festejo escolar. Me comprometí a que su alimentación tuviera todo el balance
necesario para cuidar su cuerpo. Y no faltó una revisión médica en la fecha
precisa. Busqué toda la información disponible para enterarme de las
necesidades y cuidados de mi hija, en cada etapa, y me esforcé por aplicar lo
que aprendía.
Después, sin darme cuenta, nos alcanzaron tiempos que siempre
parecían rebasar mi entendimiento. Antes de estar lista, nos llegó la
adolescencia y, sin haber terminado de digerir la propia, me encontré con que
debía comprender la suya.
Más difícil fue comprender la juventud que, en mi propia historia,
sólo tenía de bueno la llegada de mi hija. ¿Qué hace una joven con su vida? ¿Cómo se divierte? ¿Qué
disfruta? ¿Cómo decide su futuro profesional y como toma el rumbo a la
felicidad?
Sin una referencia en mi propia vida, para ese entonces, me
dediqué a improvisar y tratar de estar a la altura de lo que exige ser madre de
una joven mujer. (Continúa. . .)
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