“Si no te
amara, no estaría aquí”. Esa era la respuesta que mi, en aquel entonces novio,
me daba cuando le preguntaba si me amaba.
Joven e
insegura, buscaba en su respuesta la certeza de que podía confiar nuevamente.
Para su desgracia, aún recién casados, las heridas de una relación previa –prematura
–me habían convertido en un caracol.
Sobreviviendo
a mi desconfianza en sus palabras, desde recién casado, tuvo que intentar algo
distinto: Traspasar la barrera con hechos.
Así fue
que vivió conmigo, los primeros años, desarrollando la paciencia del minero.
Cavando y retirando las piedras tras las que había decidido resguardarme. Tuvo
que soportar la soledad por la distancia que yo imponía y que solo le permitía
acortar de vez en cuando.
Pero,
para tener mi amor, no sólo esperó mientras reconstruíamos mi fe en la
humanidad. Ahí estuvo en cada evento escolar y deportivo de nuestros hijos,
respondiendo con sus actos como lo había hecho antes: “Si no te amara, no
estaría aquí”.
A lo
largo de los años, él me ha enseñado con su alegría y desenfado, que está bien
reírse por cualquier cosa. Con su silencio y prudencia, me ha convencido de que
puedo equivocarme, enojarme y derrumbarme, y revivir con la certeza de que él
seguirá esperándome sin reproches.
Con sus
palabras buenas y de reconocimiento, me ha enseñado a amar lo bueno que yo no
pude ver en mi misma, por mucho tiempo. Por amor, convirtió su abrazo en una
cueva donde puedo refugiarme cuando el mundo me parece inhabitable. Y, con su
esencia transparente, logró que yo creyera en sus palabras que me aseguran que
siempre estará presente.
Cuando
pienso en nuestra historia de amor, recuerdo la labor de un jardinero. Que sabe
sembrar, esperar y disfrutar las flores cuando crecen. . .amando también a sus
espinas.
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