A tan sólo unas horas de que el año se termine, me llega un paréntesis
de paz. Parece el momento perfecto para iniciar el recuento y, sin darme tiempo
a ordenarlas, una avalancha de buenas memorias se agolpan en mi mente.
Como la entrada a un espectáculo, el tumulto de hermosos recuerdos se
atropellan unos a otros y no me queda más que sonreír. ¿Por dónde empiezo? ¡Han
sido tantas las bendiciones! Algunos han sido instantes, pequeños regalos de
Dios (y lamento no poder complacer a mis amigos ateos, llamándolos “regalos de
la vida”, pero pecaría de ingrata si lo hiciera); otros, de tan largamente
anhelados, se convirtieron en paquetes enormes de felicidad cuando los recibí.
Al final, con el mismo predicamento de siempre sobre la extensión de mi
reflexión escrita, me detengo para rescatar los más importantes (¿Será
realmente justo de mi parte clasificarlos así?).
Paradójicamente, al buscar lo más relevante, tengo que reconocer que,
las bendiciones más comunes, han sido
las que han permitido que las demás existan: La salud y las necesidades más
básicas cubiertas; una familia, una casa, comida en el plato cada día, ropa,
proyectos, trabajo, afecto y la presencia de los míos. Todas esas cosas que, de
tan cotidianas, pareciera que no son motivo de la más profunda gratitud.
Entonces comienza el desfile de las cosas extra-ordinarias (extraño,
otra vez, siento que no estoy haciendo honor a lo “habitual”, aun siendo extraordinario):
Este año, nuestra familia celebro que mi hija logró la meta
profesional que defendió y por la que luchó largamente para convertirse en
médico; mi esposo, por su parte, fincó los cimientos para el proyecto que soñó
por muchos años y que será la plataforma que consolide sus esfuerzos para
cristalizar su sueño; mi hijo, tras noches y días de trabajo, pudo descubrir
sus capacidades intelectuales, recibir el reconocimiento a sus talentos con
elogios y las más altas notas escolares, y vislumbró el camino que seguirá como
vocación; mi hija adoptiva, al volver a casa, demostró lo aprendido en el hogar
y nos convidó con orgullo una vida independiente, honesta y esforzada.
Nuestra familia, con un sinfín de sorpresas inesperadas, creció en número
y el proyecto de un futuro bueno se abrió con la llegada del que será pilar en
la vida de mi hija mayor y sus hijos.
Y mis nietos, pequeños héroes de sus propias vidas, volvieron a
florecer después de las tormentas tempranas que
los embistieron y son la muestra de que, para Dios, son importantes y
muy amados.
A pesar de las altas y bajas, mis padres sobrevivieron a todos los
retos de salud y, junto a ellos, Dios me dio grandes lecciones, enseñándome a
confiar y fortalecerme en Él.
Y, ¡nada escapó al cuidado de mi Buen Dios! Cuando mi ánimo parecía ir
en picada, el premio a mi creación literaria, tan largamente esperado, llegó
para sumergirme en un mar de regocijo.
Muchos han sido, como dije al iniciar, los regalos y bendiciones
recibidos pero existe uno, el que ha mantenido a mi corazón sonriendo y que hará
memorable el 2012 por el resto de mi vida: La certeza de que mi hijo, junto con
mi esposo y yo, viviremos juntos eternamente en la gloria del Señor. ¡Nada ha
sido más emocionante que esto! ¡Nada supera la alegría que nos trajo! Y ¡nada
será más valioso e importante para nosotros, sus padres!
Dios ha sido bueno. Dios ha
sido generoso conmigo y con mi familia. Dios ha dado más allá de lo que
merecíamos y, eso, es la mejor muestra de que su Amor y su Gracia son
infinitos.
Gracias, Padre mío, por cada bendición, por cada lección, por cada
prueba y por haber hecho florecer la fe de nuestro hijo. ¡Gracias, mi Dios, por
dejarnos vivir este año inolvidable!
Adiós, 2012 y. . . ¡Bienvenido el 2013!
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