Y, viviendo y andando, también aprendí. . .
Que para llevar a la realidad los sueños, necesitamos trabajar y
construirles una plataforma o, tarde o temprano, se convierten en pesadillas que,
al perder la magia, nos reclaman pagar el precio de la irresponsabilidad.
Que amar es una experiencia agridulce pero siempre vale la pena
vivirla.
Que debo elegir mis batallas y, si elijo participar en una, nunca ir
al frente sino como soldado y con Dios por general al mando.
Que aquel que tiene una gran memoria, un buen árbol genealógico o una
original colección de objetos valiosos, siempre tiene mucho menos que el
ignorante, desheredado y desamparado pero que finca su vida sobre una fe
incondicional en Dios.
Que, sin dar y servir, no vale la pena vivir.
Que no tiene sentido tratar de hacer las cosas que me faltaron de
vivir, en las etapas pasadas, o correré el riesgo de convertirme en anacrónica
y absurda en mi propio presente.
Que mi deseo de dar y servir no tienen nada que ver con recibir algo a
cambio o esperar la gratitud del otro.
Que aunque el que reciba algo de mí no descubra los motivos de amor y
buena voluntad en el regalo, eso no los vuelve inexistentes y que la bendición
de hacerlo seguirá siendo mía.
Que puedo llorar en el hombro de quien me ama sin que por ello le esté
fallando.
Que todo lo que tengo son regalos del único y verdadero dueño del
universo; y que si los pierdo, es porque Él decidió tenerlos de vuelta o porque
ya no me hacen falta.
Que si mis anhelos atropellan la vida de quienes dependen de mí, nunca
son buenos.
Que la prisión más oscura, solitaria y destructiva es la que levanta
sus muros con el egoísmo.
Que cualquier esfuerzo por preservar la niñez, la inocencia, la
seguridad y la felicidad de un niño, nunca es inútil ni considerado en vano.
Que la ira es una avalancha que arrasa con las relaciones a su paso y
sólo deja destrucción.
Que el corazón, como una esponja, necesita ser exprimido de vez en
cuando para sacar sus lágrimas o ponerlo a secar bajo la calidez del amor de
los que nos aman.
Que mi corazón, roto tantas veces en mil pedazos, es una obra de arte
de Dios, el único con la paciencia suficiente para reconstruirlo de nuevo y pegar
los trozos con Su Gracia.
Que aunque el agotamiento me grite que no vuelva a levantarme, debo
escuchar a la esperanza cuando me susurra que lo haga, porque vale la pena
seguir.
Que las arrugas de mí rostro son el mapa de mi historia, a veces
formado por surcos hechos por mis lágrimas y otras por los hilos de felicidad
que tensaron mi boca en una sonrisa.
Que, hasta el último de mis días, seguiré aprendiendo y, cuando deje
de hacerlo, es tiempo de morir a este mundo.
Y aunque las experiencias me han hecho derramar lágrimas, sentir
dolor, vivir frustración y hasta me han tentado a despedirme de la esperanza,
doy gracias a Dios por ellas porque sigo creyendo que son todas estas lecciones,
las que Él ha usado para seguirme modelando el alma.
¿Qué si el 2012 ha sido un buen año? Sin duda, ¡el mejor, porque
aprendí y crecí!
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