También aprendí. . .
Que quien no incluye la gratitud, tampoco es capaz de añadir amor en
sus relaciones.
Que hasta el mejor esfuerzo humano por ocultar lo que Dios sabe que me
atañe, Él lo pone a la luz por mi bien. . . aunque el hallazgo traiga un dolor
inmenso.
Que el conocimiento humano es útil pero, la sabiduría de Dios, es
indispensable para llevar una buena vida.
Que la edad y la sabiduría vienen en combinaciones inexplicables.
Que puedo aprender de la gente menos escuchada.
Que ser madre no me vuelve responsable eterna de las acciones de mis
hijos.
Que, sin Dios, soy incapaz de volver a levantarme de los embates de la
vida.
Que las pequeñeces cotidianas se convierten en las montañas de
felicidad sobre las que puedo cimentar mi vida presente y mis recuerdos futuros.
Que puedo ser feliz en el contentamiento y la fe en Dios, aunque el
presupuesto merme.
Que mi mejor camino puede ser la vejez pero sólo si la acompaño de
buenas obras y no de remordimientos.
Que la edad puede ser mí aliada si la voy viviendo, añadiendo amor y
no rencores.
Que la justificación es la más peligrosa de las trampas y que nos
impide arrepentirnos y cambiar, atrapándonos en la repetición del error y su
destrucción.
Que el perdón diario es lo único que acaba con la maleza del rencor y
el resentimiento porque, ambas, crecen
demasiado rápido si las dejamos echar raíces.
Que, todos los días, debo prepararme y estar lista para morir a mí
misma.
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