Es plan divino que, tarde o temprano, todos nos convirtamos en un
recuerdo.
Nuestras huellas, entonces, se convierten en el único vestigio de nuestro
caminar entre los otros pues las oportunidades de cambiar lo que forjamos
terminan con nuestra última respiración.
Hoy, abrí los ojos y me di cuenta de que mi labor en la forja no
termina y, de todo corazón, oré por convertirme en un recuerdo que pinte una
sonrisa en el rostro de aquellos que queden atrás de mí.
Quisiera que, al pensarme, piensen en una hija que honró a sus padres
y una hermana que extendió la mano a sus hermanos; una esposa que apoyó en las épocas
difíciles y amo a su compañero con amor ágape; una madre que nunca se rindió ni
abandonó su puesto en el intento de serlo; una abuela que sembró dulzura y un amor
verdadero a Dios, en el corazón de sus nietos; una amiga que celebró con sus
amigos y lloró con ellos; una hermana de la fe que trabajó duro por las causas
comunes y oró con compromiso; una desconocida que fue generosa en las palabras
amables, indulgente en los errores y respetuosa en las diferencias; una sierva
del prójimo, tenaz y compasiva; una persona que, por encima de las circunstancias,
se aferró a la verdad, que no se dejó arrastrar por el pasado y que defendió la
semilla de esperanza en el futuro.
Pero, por sobre todas las cosas, quiero que aquellos que me piensen,
traigan a su memoria mi amor, obediencia y devoción a Dios.
Muchos errores he cometido y he pronunciado infinidad de confesiones
pero, si aún respiro, reclamo la oportunidad para enmendarlos, cubriéndolos con
obras nuevas que transformen mi recuerdo, en uno bueno.
Sigo respirando, sigo andando un día más y mi meta de labrar mi
recuerdo está viva conmigo. Mi ambición es alta pero, estoy segura, que la
Gracia de quien al final evaluará mi paso por esta tierra, cubrirá los faltantes
de lo que mi corazón aspira.
Cuando muera, quiero ser un recuerdo. . .uno bueno y, si no es así, que mejor me olviden.
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