Es curioso. Nuestra vida inicia en un medio acuoso que nos protege y
nutre. Nuestro cuerpo es un alto porcentaje de agua y, sin ella, somos
incapaces de sobrevivir por muchos días. Cuando nuestras emociones se
desbordan, agua sale por nuestros lagrimales y, cuando nos gana el antojo, la
boca se nos hace agua. Nuestra esencia y origen, parece ser, tiene que ver con
el agua.
Y esta mañana, vi que el agua sigue siendo nuestra aliada. Cuando los
huesos se cansan, lo músculos se tensan y nuestro peso va perdiendo frente a la
gravedad, el agua, si la hacemos parte de nuestra existencia, se vincula a
nuestro favor. Por eso, misteriosamente, la hidroterapia resulta el medio más
amigable y efectivo para la rehabilitación y rescate de un anciano.
Es el noble líquido, a la temperatura adecuada, quien relaja la
tirantez que el tiempo produce. También, en su vaivén imperceptible, convence a
nuestro cuerpo de que puede confiarle su peso, asegurándole que se hará cargo
de él. Regala a los miembros la elasticidad y movimiento que tanto anhelan y,
hasta en un descuido, acuna al anciano para que se deje abrazar y no añore más
los abrazos de los suyos, tan lejanos, tan perdidos.
Mientras miraba a mi mami, entregándose al cuidado del tibio fluido,
mis ojos se inundaron de emoción. Sus esperanzas, y las mías, se pusieron a
flote junto con sus brazos y piernas en movimiento. La humedad de su piel
imitaba a la que mis lágrimas dieron a mis mejillas. ¿Dónde se fue aquella vida
de mi madre, aquella juventud que tanto tiempo la acompañó?
No puedo responderlo. Sólo sé que, hoy, esa mujer añosa se convirtió
en sirena y, con su cadencia elegante bajo el agua, me hizo recordar que alguna
vez fue joven, niña, bella. . . una pequeña sirenita en el vientre de su madre
que, con aleteos de colibrí, reventó las aguas para salir a vivir.
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