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Lo siento, no puedo. Tenemos que
cancelar – anuncié.
Después de tres años de preparación para dar el gran paso, mi
voluntad flaqueó y las dudas exigían dar marcha atrás.
Tras décadas de ser sólo dos, decidimos formar un triángulo
e incluir a ese tercero que hiciera de nuestra relación algo extraordinario.
Habíamos aprendido sobre el alcance de ese cambio, el compromiso que
adquiríamos y, sobre todo, ahora sabíamos de lo que podíamos esperar después de
entrar en esa nueva relación.
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¡Entiende! – le repetía a mi
esposo, una y otra vez - ¿no vez que voy a fallar? No puedo hacerlo a sabiendas
que voy a fracasar. ¡Nunca estaré a la altura!
Por más desatinada que fuera mi conclusión, en algo acertaba
y tenía razón. Incluir a Dios en nuestro matrimonio y formar un triángulo de
amor, con Él como base, eran palabras mayores. Su visión de la relación entre
esposos exigía de nosotros mucho más de lo que el contrato civil nos había
requerido.
Era como iniciar una transformación que nos llevara a la
mejor versión de nosotros mismos, y no para nuestro orgullo, sino para
convertirnos en el escalón para el otro: en sus proyectos, sus talentos, sus
dones y su vida. Y sumados los dos, a fin de cuentas, para que Dios se sintiera
orgulloso de nosotros y de participar en el vínculo de amor.
Cuando hablé con mi amiga sobre mis dudas, sus palabras
fueron firmes:
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¡No seas tonta! ¡Estás huyendo de
la bendición!
Recordando la advertencia recién escuchada, volví a mi esposo
y le participé de mi cambio de parecer. Seguíamos adelante con nuestra
Ceremonia de Votos y resolvimos los últimos preparativos.
El primero en verme con velo y vestido de novia, fue mi hijo.
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¡Te ves preciosa! – me dijo,
sonriendo – ¡eres la novia más bonita que he visto!
Con esas palabras aún resonando en mis oídos, con el corazón
trepidante de emoción y los pasos vacilantes, recorrí la alfombra roja del
brazo de mi hijo para ser entrega a mis esposo que, con el rostro iluminado de
amor, me esperaba frente al altar. Él había entrado acompañado de nuestra hija
y nuestros nietos habían cumplido su tarea de tapizar de pétalos nuestro camino
al altar.
No sé si la felicidad era tan grande que mis ojos sólo veían
sonrisas en los rostros de quienes serían parte de nuestra historia de amor.
Pero, de algo estoy segura, ha sido la boda más hermosa que jamás haya ocurrido
porque Dios se dio cita con nosotros y, nuestra relación de dos, se convirtió
en el triángulo perfecto del amor que sólo con Él se puede formar.
Han pasado cinco años y, tal como lo temí, he fallado mil
veces en el intento de ser una esposa conforme a Dios. Pero ha sido en esos
tiempos de desatino donde también han surgido las mejores versiones de nosotros
mismos. Hemos perdonado y retomado el camino. Nos hemos levantado tras la caída y
confirmado aquellos votos pronunciados. Hemos revestido de gracia nuestras
fatalidades y nos hemos aferrado a cada letra de las promesas pronunciadas.
¿Qué si lo
volvería a hacer sabiendo de fallaré otras mil veces? ¡Sin duda! De entre todos
mis aciertos, haber tomado la decisión de intentar vivir conforme a esas promesas
y con las miras del Señor, ha sido mi mejor inversión en esta vida.
Así pues, levanto mi copa para brindar:
¡FELIZ ANIVERSARIO, AMOR!
¡DIOS GUARDE NUESTRO AMOR HASTA EL
FIN DEL CAMINO
Y QUE SIGAMOS JUNTOS LOS TRES!