Al iniciar mi recuento y escribir mi lista de plagas, admito, las
minas no estaban incluidas.
Fue hace pocas horas que descubrí la afección que me provocan y,
confieso, parece que esa plaga es grave. . . casi crónica.
El diario caminar implica tropezar, desviarse hasta extraviarse o caer herido pero, más
peligroso que todo eso, son las minas las que afectan el ritmo de mi vida más
severamente. Esas memorias o miedos ocultos bajo el camino, a las que he
nombrado “minas”, más de una vez, me han dejado paralizada por el terror de
hacerlas explotar a mí paso. Y cuando llego a pisarlas, la sorpresa o los
recuerdos, me impiden volver a andar por el temor de encontrar una más.
Así es como, entonces, evito experiencias por caminos nuevos o tiemblo
cuando el paraje me recuerda el pasado y, sin quererlo, voy quedándome varada y
evitando que el futuro se extienda frente a mí.
Seguro, ahora mismo, muchos estarán pensando en frases o recetas para
alentar al arrojo perdido pero, ¿cómo supera la angustia una madre al ver a su
hija abatida o acobardada, si ya ha llorado junto a una cama de hospital cuando
ella intentó quitarse la vida? ¿Cómo exigir valor al padre que debe abrir el
puño para dejar volar al hijo que, en un pasado no lejano, fue presa de la
destrucción de las adicciones? ¿Cómo asegurar al hombre que decide emprender la
nueva empresa que todo estará bien, si antes lo ha visto derrumbarse junto con
un intento fallido? ¿Cómo pedir serenidad a los padres cuando sus hijos salen
de fiesta, si ya viven con una familia mutilada por la muerte de uno de sus
críos, víctima de la imprudencia o el alcohol? ¿Cómo hablar de larga vida a
quien vive suspendido del diagnóstico de un cáncer o un padecimiento incurable?
Todas estas cosas, más allá de las frases, son minas de dolor que se
esconden en los senderos de la vida real y, las más de ellas, llegan a nosotros
de forma inesperada. ¿Y quién quiere caer en semejantes trampas?
¡Parece no haber respuesta o ser un callejón sin salida! Pero, antes
de resignarme a quedar encarcelada en el temor y los estragos del pasado,
encuentro que sólo existe un antídoto contra las minas ocultas: La fe; y para
que la fe sea viva, Dios es el único y posible depositario capaz de librarme
del miedo a vivir.
Concluyo que, sólo si mantengo los ojos y la fe puestos en Dios,
sabiendo que nada está oculto a Su mirada, puedo seguir viviendo y caminando
hacia adelante, en la certeza de que Él no permitirá que pise sobre
experiencias que no tenga planeadas para mí. Más que dedicarme a buscar o
adivinar las minas, creo que debo entrenarme en seguir la guía perfecta del
Buen Dios.
No dudo que aún me tocará sentir la explosión de situaciones
dolorosas, nuevas o viejas, pero si el Señor Dios va por delante, también sé
que Él me ha asegurado que “no tendré
prueba más grande, que la que puedo soportar”.
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