Cierto es que nuestros días en esta tierra están contados; que nadie
sabe cuándo su vida llegará a su fin; y que todos queremos hacer de nuestra vida
lo mejor posible. De esa intención, supongo, nacen las largas listas de enero
con propósitos a alcanzar.
Pero, cuando la brevedad del tiempo se combina con las listas, ocurre
el fenómeno que llamo: “El fin del mundo”. Nuestras ansias por hacer todos y
cada uno de nuestro sueños realidad, detona una interminable carrera, como
ratas en el asfalto, que no sólo consume nuestros días sino nuestro buen ánimo
también.
La finitud de nuestro propio mundo, con su “límite de tiempo”, nos enajena con la certeza de que, si no galopamos
por la vida, dejaremos muchas cosas pendientes, anhelos sin atender y proezas
sin estrenar.
En vez de vivir con ritmo y pausa nuestras aspiraciones, nos
precipitamos sobre las cosas que tenemos enfrente, tristemente, sin
disfrutarlas. Así, el destino nos alcanza y, paradójicamente, son más las cosas
que dejamos de paladear por las prisas, que las que realmente pudimos gozar.
Mi estilo de vida, por demasiado tiempo, ha sido ése.
Pasar los días como ráfaga y tratando de abarcarlo todo, me han dejado
exhaustos, el cuerpo y el alma. Y me han bastado tres semanas, las últimas del
2012, para darme cuenta que, a paso lento, puedo gozarme en una conversación
con mi hijo, conocer el alma de mi esposo en una caminata y descubrir más de mí
durante una tarde de silencio. ¡Manjares sutiles de calma y felicidad simple!
Esta plaga del “fin del mundo”, de seguir avanzando en mi existencia,
con sus prisas, sé que me llevará a la enfermedad o perderme lo importante. Es
por eso que, metiendo freno al desenfreno, me he propuesto dejar de volar sobre
la vida y sumergirme en ella, así, profundo y despacio, para vivirla
intensamente.
Es claro para mí, ahora, que si no completo todas las metas ni abarco
todas las cosas escritas en mis listas, no será, ni por mucho, el fin del
mundo.
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