¿A quiénes podemos llamar valientes? ¿Quién es realmente valiente?
Dirán alguno que son aquellos que se atreven, por arrojo, a lo que
otros no están dispuestos a hacer. Pero, ¿Qué diferencia hay con una persona
temeraria?
La esencia de la temeridad, según el diccionario, es la imprudencia. Es
un arrojo que no piensa en las consecuencias y que lo hace sin fundamento.
El valiente, según esto, debe iniciar su acción reconociendo los
hechos que la lógica le dice que le sobrevendrán. ¿Acaso no, la prudencia,
debería desalentar a la persona a no intentar lo que tiene pocas posibilidades
de llegar a un buen final?
Entonces entiendo que, el verdadero valiente, es aquel que entra con
osadía a las situaciones difíciles y hasta a las causas perdidas. Su valor lo
hace fuerte pero no insensible.
Mi admiración nace de esa combinación. El valor para intentarlo,
incluso, cuando sus experiencias anteriores le recuerdan de pocas posibilidades
de éxito. La sensibilidad porque, en muchos casos, lo hacen por otros y una
remota esperanza de bienestar para ellos. Y la fe que, según yo, es la única
que puede sostenerlos para iniciar las empresas casi imposibles.
Fijándome un poco, descubro que caminan a mi alrededor personas muy
valientes.
Esa esposa que, tras 30 años de ir cuesta arriba, se lanza a la lucha
para salvar su matrimonio. El muchacho que, teniendo fresco el recuerdo de
dolor y pérdida, se compromete a cuidar de una camada de gatitos enfermos. El
hombre al que, los números y las realidades, le gritan que no saldrá avante con
su empresa. La mujer que, tras el fracaso de una relación, decide ir tras la
felicidad y arriesgar su corazón de nuevo. Y todos, aunque son a veces
asaltados por el miedo, se sobreponen echando mano de la fe y el valor.
Si la valentía es uno de los rasgos importantes en los héroes, me doy
cuenta de que, yo, estoy rodeada de muchos de ellos.
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