De una familia de cuatro, tres partieron y uno sólo sobrevivió.
Cada uno de los que se fueron, extrañamente, tenían ya un destino marcado
en el futuro. O, al menos. . . eso creímos todos.
El de manto rubio y entrepelado blanco era esperado en una casa donde,
una joven, se convertiría en su protectora. Manchitas, con sus motas negras
sobre el pelaje blanco, fue adoptado por nuestra familia para ser el compañero
de juegos del que, más evidentemente, llevaba en sus manchas color canela como muestra
de algún gen de angora, Niebla. Los tres, desde su llegada, tenían asegurada una casa y un amo.
Pero el pequeño negrito con manitas blancas, por ser el más común en
el tono del pelito, aún vivía con la duda de encontrarse un hogar.
Sin darnos tiempo a reaccionar, el rubiecito murió en unas cuantas
horas. Después, Manchitas mostró el daño de un defecto genético y no hubo
salvación posible para él. Y, con una
lenta agonía, Niebla no alcanzó a librar la anemia producida por el hambre que
vivió casi desde que nació ni la enfermedad que se aprovechó de su debilidad.
Así, sólo quedó el negrito que, aunque también tuvo de librar algunas batallas,
ahora parece gozar de una salud espléndida y un ánimo inmejorable.
Lo miro complacida. Sus juegos simples me divierten y, su presencia,
me hace comprender que él, con su futuro incierto y sin ser el elegido, es la
imagen viva del “PRESENTE”.
Aunque sobre los otros se fincaron planes, ninguno de ellos alcanzó
una rebanada de futuro y, ahora, el que trepa por el pantalón de mi hijo,
duerme acunado sobre su pecho y ronronea tras devorar la comida de su plato, es
el negrito.
Su nombre es Iñigo, que significa “Mi hijito” en el idioma Vasco, pero
en mi conciencia lleva otro nombre que es, a la vez, un recordatorio del regalo,
incierto y maravilloso, que debemos disfrutar: El presente.
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