A la jugarreta de la genética, en aquel entonces, la llamé traición.
¿Cómo entender que, teniendo mi madre ojos verdes y cabello sedoso,
los míos fueran pequeños y un sinfín de rizos rebosara de mi cabeza? Una
respuesta me obsesionaba: ¡Aquello era una traición de mis genes y arruinarían
mi vida!
Al paso de los años, se añadieron malas pasadas de los traidores.
Descubrí que, ni mi cintura ni mis piernas, eran como los de ella, mi madre.
Mis pantorrillas no eran torneadas y muchos centímetros rebasaban la medida
ideal de mi talle. Y, comparada con las demás adolescentes, mi pecho lucía
plano y sin aquellas hermosas formas que debí, por derecho genético, tener.
Durante mi primera juventud, aprendí a odiar y el blanco de ese primer
ensayo fue. . . ¡Yo misma!
Tardes enteras pasé lamentando mi apariencia y vislumbrando mi futuro
que, dadas mis circunstancias, sería de soledad. ¿Quién podría quererme con
esos ojos pequeños, con esos indeseables rulos y un cuerpo tan recto? Mi
lamento era un reclamo a la injusticia porque, por herencia, ¡yo debía ser
bella!
El tiempo, dicen por ahí, lo cura todo. Aunque enfrenté la guerra
contra los rizos, usando todos los métodos disponibles para lograr aquellos
cabellos lacios que mis coterráneas lucían, poco a poco fui aceptando que era
una batalla inútil y perdida. Y, con desesperanza, comencé a dejarlos ser, así,
rebeldes y con sus testaduras espirales.
Mis ojos aprendieron a rehuir la imagen en el espejo y a posarse en
libros. Decidí que esa era una opción de supervivencia ante mi trágica imagen
y, como le ocurre a todos, los años pasaron. Concluí una licenciatura, después
un postgrado, me casé, tuve hijos, volví a la escuela para hacer una maestría,
crecí en mi vida profesional y me convertí en abuela. Y en todo ese caminar, no
puedo saber cuando, me aprendí a querer.
Hoy miro mis ojos y descubro que, aquel destello de la juventud, se ha
ido. Las curvas sobre mis caderas me son ajenas y con añoranza recuerdo mis
líneas rectas. Al sentir dolor en las pantorrillas, una que otra vez al levantarme,
me apena haberlas escondido entre las telas del pantalón. Y mis rizos, ¡ah, mis
amados rizos! Son juguete de mi gato, tentación para mi hijo y deleite de mi
nieta. Ahora se han amansado, al mismo ritmo que mi rebeldía. Son menos, muchos
menos de los que intenté domar por tanto tiempo y, los pocos que quedan, se han
convertido en el sello de quién soy.
Ellos son los que hacen memorable a la gente que recién conozco. Son
la referencia “geográfica” para otra gente y, contra todo mi pronóstico, son un
complemento de la personalidad que, a mis 52 años, llegué a formar.
Cuanto tiempo perdido, reconozco, en luchas y reclamos. Cuanta
fortaleza desperdiciada en negarme y odiarme. Cuanta necedad se tiene cuando se
es joven y cuán difícil es escuchar cuando alguien nos quiere asegurar que,
cuando nos volvamos viejos, incluso eso que tanto detestamos de nosotros
mismos, lo llegaremos a amar y anhelar.
“Envejecer, bien
comprendido, es el arte de recolorear el pasado para saborearlo en el presente,
aceptando como somos en el presente y esperando, con gratitud y gracia, el
futuro”.
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