Hoy, de sólo
recordarlo, ¡me desbarato en carcajadas!
Seguro tú
recuerdas, papi, aquel anuncio que recibiste bajo la regadera y –si no supiera
que te gustaba el agua muy caliente– seguro te cayó como balde de agua fría.
Aquella mañana,
antes de ir a trabajar, pasé por tu casa a las siete de la mañana. Al
escucharme tocar la puerta, mi mami se incorporó, indicándome que podía pasar.
–¿Y mi papi?–
le pregunté, sin siquiera darle los buenos días, al ver que ya no estabas en tu
cama.
–En la
regadera– me respondió, volviéndose a acostar.
Entonces llegué
hasta la puerta donde ya te duchabas.
–¡Pá!–te grité
para que me escucharas, –¡me caso en agosto!
Por unos
segundo, sólo escuché el caer del agua y contuve el aliento para aguzar el
oído. ¡Necesitaba conocer tu respuesta!
–¡Que sea para
bien!–finalmente te escuché decir.
–¡Eso
espero!–agregué y, libre del pesado secreto que había cargado por tres días,
salí con algo parecido a una sonrisa pues, para ser sincera, ¡me debatía en
dudas y temor por haber dicho un “sí” que trajera malas consecuencias!
Aunque yo me
resistía a la los convencionalismos, mi entonces prometido no aceptó otra forma
de hacer las cosas. Así –tres semanas después–, cuando él volvió de su viaje a
Europa, ustedes organizaron una “merienda informal” (al estilo vasto de mi
mami) y él, sin reparos, se ajustó al protocolo. Tras una conversación “entre
hombres” que me confinó a la cocina, bajo la excusa de ir a ver si todo estaba
listo (¡cuando yo ni siquiera cocinaba!) y una cena “sencilla”, tú completaste
el interrogatorio que te aseguró que el “muchacho” era buena persona. ¡Pasó la
prueba!
Desde ese día,
tú le tendiste la mano para darle la bienvenida a la familia. Y, al paso de los
años, con sus actos y por la forma en que cuidó de nuestra familia (más de una
vez te escuché llamarlo: “el mejor padre que habías conocido”), lo llegaste a
querer más que a todos los miembros políticos de la familia. Algunas veces,
medio en serio y medio en broma, aseguré que –de habernos divorciado– tú te
habrías quedado con él y no conmigo.
Ya vez, pá,
aunque en el mismísimo día dudé en llegar a la boda, me doy cuenta que a pesar
de mi loca manera de anunciarte mi decisión de convertirme en la esposa de
Salvador Ramírez de la Torre, todo fue como tú y yo esperábamos: ¡Para bien!
Con mil
tropiezos, retos –que a veces pensé que
nos vencían–, el cansancio y los momentos de duda, tu yerno favorito y yo hoy cumplimos
¡treinta años de casados!
¿Sabes pá? Ahora
entiendo la importancia de aquella cena donde tú pudiste reconocer a la
maravillosa persona que aspiraba a ser mi esposo, y él pudo demostrar un
respeto que tuvo hacia ti hasta el último de tus días.
Hemos formado
una familia que –aunque no es perfecta– ha sido nuestra razón para hacer de la
nuestra una vida de sacrificio, entrega y lealtad como padres, ¡y como abuelos
de los tres niños que tanto amaste, tú también!
Sé que, junto
conmigo, papi, estarás dando gracias a Dios por el hombre que hoy es mi
compañero de vida y que –como ya lo dije alguna vez– ¡ES LA MEJOR PERSONA QUE
HE CONOCIDO EN TODA MI VIDA!
¡FELIZ
ANIVERSARIO, GORDO! ¡VAMOS POR MÁS!
P.D. “Lo que
bien comienza, bien acaba”. . . ¡aunque nadie creyó que lo lograríamos!
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