¿Qué crees, pá? Seguimos de viaje, "de tal manera", que estamos logrando conjugar el placer con el deber. Ojalá pudiera hablarte de nuestra rutina pero, a decir verdad, cada día la engañamos pues vivimos alaides a la espontaneidad (su acérrima enemiga).
Pero, a pesar de esta libertad de jazz con la que estamos manejando nuestros días, he encontrado una constante que me hace detenerme a observar, pensar y aprender: los fugaces encuentros con otras parejas. ¡La vida de dos en dos! (Dios, compruebo –como siempre–, tiene razón al decir que "no es bueno que el hombre esté sólo").
Creo que no ha habido un sólo encuentro del que no haya salido con el eco de una anécdota, experiencia o historia de vida, que no me invite a la reflexión. Mi primera conclusión, como ya he escribí arriba –y, aclaro, no es idea mía sino de Dios–, es que la vivencia compartida aporta la mitad del placer con el que se disfruta hasta lo más simple. Así que, como imaginarás, no me resulta nada sencillo elegir a la pareja con la que me gustaría empezar esta serie vivencias.
Así que empezaré con una muy singular, un matrimonio formado por una mujer cubana y un español aficionado a la caza, ambos transitando los cincuentas. ¿Qué recuerdo? Que mientras me asomaba por la ventana abierta del hotel para admirar y llenarme los pulmones de los aromas del valle de Karrantza, sin intención de ser indiscreta, escuché las risas de estos dos que retozaba en su habitación, justo arriba de donde yo estaba. ¡Y, por favor, no pienses mal! Aquellas carcajadas y las bromas me dejaron claro que no tenían nada que ver con temas de sábanas. Eran, más bien, chapuzas infantiles sobre la manera de llevar algo, tal vez un sombrero o alguna prenda que a la mujer le lucía ridícula. Ella reía con tantas ganas que no pude evitar quedarme a disfrutar de sus risotadas y de los dichos graciosos con los que él atizaba el buen humor de su mujer.
¡Así las cosas! Me convertí en la chismosa indiscreta de la ventana que se divirtió –a escondidas–a costillas y sin permiso de los otros. Para mi fortuna, no volví a verlos y la comezón de mi conciencia no tuvo que estornudar una confesión; ellos partieron del hotel mientras nosotros visitábamos el Valle de Mena (¡algo que muero por contarte!, pero ya será otra vez).
Lo que está pareja me enseñó (o tal vez sólo me recordó), es la importancia de reír y disfrutar de aquellas cosas ligeras –a veces absurdas– que nos regresan a ese estado infantil capaz de burlarse hasta de uno mismo. ¡Tengo que reírme más seguido, pá, antes de que olvide por completo como hacerlo!
Si pudiera resumir este encuentro, tal vez usaría la frase (y lamento no poder dar crédito al autor pues lo desconozco):
"Toma la vida en serio, pero no demasiado, que de todas formas. . . ¡se va a reír de ti".
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