¡Qué valor!
Me bastó hablar con Roberto y Toñi, durante unos minutos, para reconocer la coincidencia entre tus palabras y su historia.
En el espacio sin relojes –tal vez los visitantes no se han dado cuenta pero ¡los relojes aquí brillan por su ausencia!–desde donde ahora te escribo, es un singular hotel enclavado en el norte de España. Rodeado por la cordillera de Ordunte, el valle de Karrantza (versión vasca de "Carranza") se extiende entre colinas arboladas y caseríos que salpican el verde con sus tejados rojizos.
La que se enseñorea sobre este pedazo de tierra ¡es la paz! Y contagiados por ese ritmo atemporal, Salvador y yo nos hemos regalado conversaciones, sin apuro, con otras parejas que pasan por el hotel y que se han sincronizado con el reposo de las horas.
Fue así como conocimos a la pareja "valiente" –pues así la he bautizado– provenientes de un pueblo de Zaragoza.
Ellos, veinte años atrás, vivían en una ciudad española y gastaban su vida como casi cualquier matrimonio que transita por los treinta: trabajando hasta que el cuerpo aguanta, criando hijos, escalando la cúspide del éxito profesional y batallando para lograr pagar las cuentas. Nada extraordinario, podría añadir, pero lo "mejor" comienza ahí.
Todo inicia con un acto de rebeldía del cuerpo de Robert. Harto de cargar con toda la presión, se pone en huelga, convenciendo a su dueño de tomar un descanso. . . en la cama de un hospital. Exámenes y médicos coincidieron: ¡debía bajar el ritmo de su tren de vida!
Con un hijo en preescolar y otro en el bachillerato, los esposos –tras recapitular–llegaron a una conclusión, simple y llana: la vida se vive una vez. Era momento de ser consistentes con esa verdad.
En unos cuantos meses, vendieron su casa y se despojaron de lo innecesario para empacar su vida con lo estrictamente necesario. Su ciudad de residencia –con su población y su ritmo apurado–, los vieron partir hacia un pequeño poblado en Zaragoza. Y la casa con muros alisados y pisos pulidos fue cambiada por una vieja casona que sobrevivía en el abandono y amenazada con ser tragada por el tiempo.
"Hombro con hombro y mano con mano", la familia inició su aventura en la vida rural y se dio a la tarea de invertir el dinero restante en comprar materiales –hasta donde les alcanzó– para hacer resurgir la casona en su nueva versión que reflejara el cariño, dedicación, paciencia y la perseverancia.
Con sus propias manos, restauraron muros, cambiaron pisos, diseñaron muebles que ellos mismos construyeron y, al paso del tiempo. . . mucho tiempo, ¡levantaron el hogar de sus sueños!
Mientras todo eso ocurría, aprendieron a tomar tardes para conversar, fines de semana para hacer viajes por su propio país (con poca inversión y sin prisas), prepararse en el arte de vivir (él ahora hace coaching y ella disfruta cocinando) y, sobre todo, mantener una vida simple, ¿o debería llamarle "vida simplemente sabia"?
Sus rostros relajados y sus ojos amables me confirmaron que todo aquel relato que nos compartían era cierto. Con su manera de escuchar pude descubrir el hábito generoso de regalar atención y tiempo a sus acompañantes. Y por la cortesía que se prodigaban–una que jamás logra mostrar quién vive en el mal humor que surge de las presiones–, reconocí el resultado de la valerosa decisión que hicieron dos décadas atrás.
Fue como encontrarme con un par de consultantes de aquel viejo sabio sordo de la ermita –que hace poco recordamos–, años después de aplicar el único consejo que daba a quienes lo visitaban: ¡Simplifica tu vida!
Como ves, pá, ¡el consejo funciona!
P.D.: ¡Y ya hemos sido invitados a conocer su casa en Zaragoza! Un nuevo destino en nuestra lista de "amigos por visitar".
Porque la vida sólo se vive una vez.
ResponderEliminar