“El
hombre, cansado y agobiado, subió la montaña para visitar al viejo de la
ermita. Si todos los que le habían consultado ahora se veían felices, ¡seguro
él podría encontrar la paz que tanto necesitaba, tras oír su consejo! Sin
cruzar palabra, el ermitaño lo invitó a sentarse frente a él y, sonriéndole, se
dispuso a escucharlo. Horas después, el hombre terminó de explicarle todo lo que
le hacía su vida casi insoportable. Sin perder la sonrisa, finalmente, el sabio
habló: Simplifica tu vida, y –con una reverencia– indicó a su visitante que era
momento de retirarse. Como quien suelta el bulto que ha cargado por largo tiempo,
el hombre salió con renovada alegría y la sensación de ligereza que tanto
anhelaba. Corrió a su casa y se propuso seguir el consejo de aquel anciano que
le había escuchado tan atentamente. . . incluso siendo un hombre sordo”.
Ese cuento que
escuché de ti durante un viaje a Tequisquiapan, papi, me rondó por semanas y se
convirtió en un pensamiento que no dejó de rascar la puerta de mi conciencia
hasta que lo dejé entrar e instalarse con toda su sabiduría.
Fue entonces
que mi corazón se mudó y, tras él, fueron mi voluntad y mi realidad, hasta que mudé mi vida a un lugar al otro lado del mar: Madrid.
Más allá de las
quejas o mi circunstancia, creo que el relato me habló de mi cansancio. “Las carreras que el burro pega, ¡en el cuero
se le quedan!”, decía mi abuelo, y tenía razón. 56 años rebasan la mitad de mi
vida (o así lo testifican las estadísticas) y el tiempo no perdona a nadie.
¿Acaso es eso a lo que llaman vejez, pá?
Como aquellos
ejercicios de ecuaciones matemáticas, comencé a resolver las variables para
luego llevar la fórmula de mi existencia a su mínima expresión. Cosas que no
debían formar parte de mí y problemas que no me correspondían resolver quedaron
fuera.
Entonces, como
quien leva el ancla de los retos ajenos e iza las velas de los anhelos propios, las
decisiones fueron encaminándose a un futuro que simplemente surgió de una
ilusión arrumbada.
Sé que dejaré
gente muy amada y cosas entrañables para emprender este nuevo rumbo titulado
“Madrid”; y también sé que no faltarán tempestades pero hay cosas –que he experimentado
entre sus calles onduladas– que me incitan a seguir: La
simplicidad de una caminata, la sencillez de los manjares nacidos en los tiempos de mayor
pobreza del país, el ritmo simple de las estaciones que deciden mis ropas y de una rutina afable que me
permite escribir, sonreír y respirar con pausa.
¿Qué cuánto
tiempo viviré en las aguas de una existencia así? No lo sé pero, ¿sabes
algo, pá? Viviré en esa tierra de antiguos marineros el tiempo que necesite para volver a vivir de pie.
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