Dos semanas
atrás –parada frente a un montón de ropa y una mezcla variopinta de objetos–,
intentaba decidir cuales correrían mi misma suerte y emprenderían un viaje de
9000 kilómetros dentro de una maleta.
La decisión
debía responder a un sinfín de variables: lo largo de la estancia y mi
necesidad de llevar aquella ropa que me hiciera sentir en casa pero que
sirvieran para el clima que pasaría por el invierno y la primavera; debía
incluir aquellos objetos que simplemente quería conservar junto a mí por su
valor sentimental; y contar con lo indispensable para tener una vida cotidiana
operativa y con lo más necesario –que obviamente incluyera la tecnología de la
que a veces dependo de más.
Hecho el primer
intento, el anuncio de que sólo podía subir al avión con 23 kilos me empujó a
pasar el rasero por un segundo tamiz. ¡Mi vida reducida a 23 kilos! Una nube de
pánico y desasosiego se instaló sobre mi cabeza, haciendo aún más difícil mi
selección final.
Mi criterio
inicial: un suéter de cada color, que usaría según mi estado de ánimo; indispensable
mi blusa favorita para leer y el pull over holgado para sentarme cómodamente y
por horas a escribir. De cuatro pares de zapatos tenis, pasé a uno solo. E imaginando
caminatas vespertinas, sólo los zapatos más cómodos tuvieron cabida en mi
equipaje; y –a pesar de que la lógica me reñía– un pequeño cuadro se coló para
representar un cachito de muro de mi hogar.
¡Cómo envidié a
las tortugas esa noche!
Casi me sentí
infeliz por la partida cuando –una imagen del pasado– me vino a la memoria:
Apilados en
desorden, velises –todos medianos y de todos los tonos de piel– junto a un altero de zapatos, aparecían bajo una inscripción a la entrada del campo de
concentración de Auschwitz, en Polonia.
Era la primera parada de los judíos que ingresaban al campo y que debían
despojarse de las pertenencias acarreadas durante días enteros, con gran
dificultad.
¿Qué llevaron
en esos maletines personales? Las fotografías me aseguraron que –aunque con
mucho menos espacio disponible que yo– esa gente había utilizado mi mismo
criterio de selección pues llevaban menoráhs que imaginaron colocarían con sus
siete velas en su aún desconocido hogar; talits para cubrirse al momento de
orar, retratos hechos a lápiz para recordar a los suyos y las mudas que
probablemente les abrigaran mejor. Ante el futuro desconocido –con un viaje sin
fecha de vuelta– seguramente intentaron llevar consigo un pedacito de su hogar.
Cerré mi
adelgazada maleta y suspiré al pensar que no faltaría quien tachara mis
extravagantes necesidades de apegos pero, a fin de cuentas, ¿no son también esos
objetos parte de nuestro pasado? ¿Y no es nuestro pasado el cimiento de nuestro
futuro?
Estaba lista
para instalarme en el futuro. . . con mis retazos de pasado bajo el brazo y en 23 kilogramos.
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