Un sol frío
ilumina las calles empedradas de Toledo y mientras camino frente a las vitrinas
que devuelven mi reflejo, aderezado de las más caprichosas formas, llego a uno
que –tomándome por sorpresa–desata lágrimas que se desbordan de mis ojos.
Aquellas
espadas, haciendo ramillete con cuchillos, relojes antiguos y armaduras, me
obligan a pensarlo: ¡Cómo le gustaba a mi papi todo aquello! En cada viaje, él
agregaba un reloj a su colección y, en un viaje, sin importar los inconvenientes
del transporte, se hizo de unas espadas que a la fecha cuelgan de sus muros.
Trato de huir
de la tristeza y me doy cuenta que esa lucha ha sido interminable. Los meses
pasan y su ausencia no deja de atenacearme el alma. Entonces descubro que –mi
pá– cometió un error que aún me persigue.
Ante el final
inminente –con serenidad y convencimiento–, mi padre nos reiteró sus
instrucciones: Sin velaciones ni anuncio
públicos, y creman mi cuerpo de inmediato.
Así que,
obedientes, seguimos su voluntad y sólo una misa entre los más cercanos cerró
el momento del adiós, sin mucha bulla, sin muchas lágrimas y aceptando calmos los
abrazos de quienes viajaron para acompañarnos en el adiós.
Cuanto más
tiempo pasa, me convenzo que –el velorio–, ese espacio de lamentos y de
palabras que hablaran de su vida, no era para él sino para quienes tuvimos que
dejarlo ir. Debió ser un paréntesis donde no habrían sido invitados ni el valor
ni la mesura. Ese debió ser nuestro legítimo momento para llorar sin el límite
de las fórmulas sociales y sin el juicio que nos señalara como débiles.
Sí, papi, nos
hizo falta que la gente nos rodeara con alabanzas a tu memoria. Sin ese lugar
de llanto, nos quedamos cortos en las lágrimas que teníamos guardadas para
derramar tu muerte, y ahora, como gotera lastimosa, yo voy llorándote frente a
vitrinas que me hacen recordarte y vivo evitando hasta esa música que te traiga
a mi memoria.
Aún cuando sé
que tus deseos tuvieron la mejor de las intenciones –como todo lo que hiciste
en vida por y para nosotros, tus hijos–, tengo que aprender de tu error. Así
que, cuando me llegue el día, regalaré a mis hijos la libertad de llorarme y
hacer todo aquello que a su corazón les de consuelo.
Y –con tus
errores y defectos–, papi, así te amo, te extraño y te admiro.
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