“Yo lo hago
desde los trece”, me confesó mi joven amiga entre risitas.
Sus palabras
hicieron que me invadiera una mezcla de vergüenza y diversión. Agradeciendo su
sentido del humor, le respondí apenada que –a mis cincuenta y cinco años– había
sido mi primera vez. Pero ¡la vida de cada uno puede ser tan distinta!
Desde que
llegué a Madrid, mi capacidad de adaptación se ha puesto a prueba. Me descubro
buscando mil formas para convertir mi espacio y estilo de vida en una réplica
del hogar que dejé. A pesar de toda mi previsión –trayendo las esencias que
aromatizaran mi ambiente, fotografías, tortillas empacadas y mi ropa favorita–,
he tenido que enfrentar cambios que a ratos me disgustan y hasta enojan.
Pero el colmo
de los retos fue encontrarme que no sólo tendría que hacerme cargo de llevar
la basura hasta el depósito en la comunidad sino que también ¡¡tendría que prescindir
de la secadora de ropa!!
Y por favor,
antes de juzgarme como inútil, escucha mi historia.
Sin que yo lo
eligiera, nací en una familia donde lo que sobraba era ropa sucia. ¡Somos ocho
hermanos! Y, sin que mi opinión participase, mi padre decidió aligerar la
carga de mi madre a toda costa. Así que, desde que tengo uso de razón, hubo
personal de limpieza que se encargara de la tarea de lavar, tender y planchar
la ropa de diez personas. Después —como siempre ocurrió en mi casa—, la
tecnología de última generación trajo la secadora de gas y sustituyó a las
cuerdas de tendido.
Cuando inicié
mi vida independiente, como era de esperar (uno aprende lo que ve), la secadora
de ropa encabezó la lista de los artículos de primera necesidad y desde
entonces sólo ha sido actualizada siguiendo los avances tecnológicos de mi
época.
Aunque mi amiga
iniciara su experiencia de tender ropa a los trece, eso no me ha ayudado para
lidiar con este inusitado reto.
Primero, he
tenido que observar los horarios en que los vecinos lo hacen. . . sí, ¡soy la
chismosa de la ventana! Pero con el clima ajeno—que tampoco me es familiar— todavía
no entiendo como pueden secarse las prendas expuestas a un día nublado con
temperaturas que no rebasan los cuatro grados centígrados.
Después,
enfrenté el mismo temor con el que me siento a una mesa ajena. Mi inteligencia
espacial, desafortunadamente, no es la mejor y con más frecuencia de la que
quisiera, termino derramando el vaso de agua. Sí, las cosas parecen estar
aceitadas y resbalan de mis manos, o las tropiezo contra otras. Y si esa falta
de habilidad manual la llevamos a la poco práctica idea de poner los tendederos
fuera de la ventana ¡de la cocina que está a cuatro metros de altura y que da a
un patio al que no tengo acceso! Ahora, ¿pueden imaginar lo estresante de la
actividad? (hasta ahora, sólo ha caído al vacío un calcetín y por lo menos sé
donde está el par “extraviado”). Y no quiero ni hablar de las pinzas, el sentido de los rieles y el poco espacio.
Para completar
el drama de mi nuevo deber doméstico, a pesar de que he encontrado el “mejor”
momento de hacerlo (cuando hay sol que no calienta y que sople un poco de
viento), ese mismo aire gélido me entumece las manos (imposible utilizar
guantes o incrementaría el riesgo de perder el guardarropa familiar) me da
directo al pecho y, dos semanas y un día después, ¡ya estoy enferma y con una crisis
asmática que no había tenido en tres años!
Tal vez Madrid
sea una de las ciudades más lindas de Europa y con un bagaje histórico
sensacional y propuestas culturales incalculables; que vivir en un
lugar distinto siempre atiza mi curiosidad por ver cosas nuevas y que sus
parques me inspirar un montón de historias pero, me atrevo a asegurar, sería
mucho mejor si. . .¡tuvieran secadoras para secar la ropa!
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