Aunque he sido calificada, en ocasiones, de ser demasiado
conservadora, mocha y hasta obsoleta en mis formas y creencias, pocos saben de
mi gusto por los tatuajes. Tal vez no al extremo de recubrir el cuerpo con un
montón de ellos pero, un detalle o un símbolo significativo y bien diseñado,
siempre jalan mi atención.
Hoy, mientras subía una chica en el ascensor del hospital, noté que
llevaba uno en la muñeca, con letras que me parecieron de caligrafía árabe y un
sello en tonos azul pálido. Era pequeño y muy bien delineado. Atraída por su
diseño, después decirle que me parecía muy lindo, me atreví a preguntar el
significado.
-Mi hermano ha estado secuestrado cuatro meses –respondió, y sus ojos
grandes se cubrieron con un espejo de lágrimas– por eso me lo puse. Su garganta
se tensó y no pudo articular una palabra más.
Su respuesta me dejó sin habla y mi corazón se llenó de compasión. No
es la primera ocasión que, haciendo una pregunta inocente, recibo por respuesta
algo que me paraliza.
Conmovida, le dije que lo sentía y ofrecí orar por que su hermano
apareciera pronto, antes de que saliera del ascensor. Ella me sonrió, aún con
los ojos llorosos y dijo un “gracias” en voz baja.
Fue inevitable que mi mente revoloteara sobre el incidente las
siguientes horas. Llegué al recuerdo de gente que, con mucha determinación,
juzga a quienes deciden portar un tatuaje o un piercing, colocándolos de inmediato
bajo etiquetas de “indeseables”, “malvivientes”, “inadaptados” o “hippies”. Tal
vez, si alguna de esas personas se hubiese cruzado con esa jovencita, ella
habría entrado en esa clasificación y hubiera recibido una mirada de desaprobación.
Pocos podrían imaginarse la razón de ese símbolo: Un vínculo personal y
permanente que decidió conservar con y por su hermano.
De ahí pasé a las críticas que he escuchado por el vestir, el peso, el color del
cabello, hasta que una fue mi conclusión: Nacidos desde la ignorancia, los prejuicios, ¡cuánto daño hacen a la
humanidad!
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