Después de un día extenuante, con la frustración acumulada ante un
cuerpo que no termina de responder, un incidente me enfrentó y perdiendo el control ¡exploté!
En otro momento, eso no hubiera sido más que un momento de
exasperación. Lo malo es que, justo en ese instante, mi nieto asomó la carita
para preguntarme algo.
-¡Por favor, estoy muy enojada! –le respondí sin tacto– espérame en
la recámara.
Como un ratoncito, mi pequeño se escabulló seguido de su hermana a la otra habitación.
Segundos después, lo único que podía ver en mi memoria eran cuatro
ojitos asombrados y, con asombro, reaccioné. ¡Nunca había hablado así a mis nietos!
Me apresuré a la recámara, donde los encontré sentados en el sillón.
–¡Perdóname, mi niño! Estaba muy enojada y no debía haberte habla así,
amor. ¡Discúlpame, por favor! – le dije, mientras lo envolvía entre mis brazos.
Separándose de mí, se paró sobre el sillón. Sus ojitos quedaron justo frente a los
míos.
– No te preocupes, Gramma –me dijo, y su rostro tenía linda sonrisa con dos ventanitas al frente–.
Yo he escuchado palabras horribles y esas personas no se disculpan.
– Yo también se asusté –agregó mi nieta, que nos miraba
sentada junto a nosotros.
–¡Perdóname, princesa! –me disculpé con ella –no quise asustarte, cariño.
De un salto, se
levantó y me abrazó por el otro costado.
Así, envuelta en
el abrazo más sincero que he recibido, mis ojos se inundaron de arrepentimiento
y mi corazón rebosó de gratitud por el perdón recibido.
Después de ese
momento, en que mi conciencia quedó magullada y a estas alturas de mi vida,
comprendí lo que Jesús dijo en su paso por la tierra: Sed como niños.
Que gran
aprendizaje tuve a través de mis nietos y que sincero recordatorio a la invitación de "ser
simples y pronta para perdonar".
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