Un beso en una escena y mis ojos lloran. El abuso de un automovilista
atajando el paso a un peatón y mi estómago se cristaliza en mil estalactitas
filosas. Mi piel se eriza emocionada cuando el viento la roza. Entonces, no hay
duda, sé que ha llegado el tiempo de volver a escribir y, las letras concebidas
en ideas, como la mujer que rompe aguas, fluyen en desorden y ensangrentadas.
Así como un parto no ha de retrasarse para evitar la muerte el niño,
mi conciencia entiende que ha de sobrevivir mil partos para alcanzar a respirar
porque, ¿cómo entender la existencia si permanece enmarañada dentro y sin ver
la luz?
No, no puedo retrasar el alumbramiento de cientos de momentos vividos.
Así que, como la incansable noria, retomo la labor de echarlos fuera para que
fluyan y corran haciendo surcos en las páginas hasta convertirse en hilos
frescos de recuerdos. Al final, lo sé, habrán de perderse como el agua del
riachuelo que trasmina las capas de la tierra para volver a ella.
Surgen estas primeras líneas como el estertor del casi ahogado,
tosiendo, escupiendo ideas. Y, por más grotesca la escena, sigue siendo una de
resurrección y de esperanza de continuar con vida.
¡Qué difícil es ser un discapacitado! ¿Por qué no son mi cuerpo y mi
mente como el resto de la gente? Capaces de continuar viviendo con tan sólo
respirar. ¿Cuándo se decidió que, para yo lograrlo, habría de añadir el resonar
de teclas escribiendo?
La tragedia y gloria del escritor. . . escribir para seguir viviendo.
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