Extranjero en su propia tierra, como tantos otros, vive incrustado en una sociedad que no sabe de naranjales, abejas que polinizan sus flores ni de cómo erradicar los hormigueros ocultos bajo la tierra.
Sus manos y pies, encallecidos por un asfalto que le ha sido ajeno por 30 años, ahora sufren. Los dedos morenos, antes entintados de tierra y savia, ahora sólo cuidan de plantas arrinconadas en maceteros de concreto. Y sus pies, ¡oh, sus pies!, pagan el precio de su exilio. Esas plantas de los pies que antes se hundían en el lodo de su tierrita, ahora revientan en llagas, amoratados por enfermedades que sólo los de la ciudad deberían tener.
Pero, tanto tiempo en la ciudad, lo convirtió en uno de ellos en la enfermedad y lo hizo blanco de un antiguo mal. Uno que agrede con dardos de menosprecio por su piel color chocolate y rostro lampiño.
Zacarías, como muchos otros “Zacarías”, ahora paga el precio del pecado heredado por sus ancestros, indígenas mazahuas que ofenden a los de ojos claros y pieles blancas, sólo por ser distintos.
La tragedia de Zacarías inicia una tarde cuando, su pierna derecha, amanece dolorida y se agrava cuando necesita de la ayuda de los rostros de narices afiladas y, en algunos casos, con piel tal vez un poquito más clara que la suya.
Alguien ha llamado, a las historia de los ´zacarías´, “racismo” pero, en estos días, yo he aprendido a llamarlo con un nombre más largo y más profundo, al conocerlo más de cerca: “deshumanización”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario