Aún en la penumbra, Zacarías tiene una sombra que lo sigue. Él la llama “mi mujer”.
Con el rostro del color de la tierra que los engendró, la mujer de Zacarías lo ha seguido por más de 40 años y, con sus ojos entrecerrados y la voz como correr de agua entre las piedras, repite: “Zacarías no quiere que corten su pierna”.
Su lenguaje, escaso de artículos y verbos, es el recordatorio de la eterna lealtad de su corazón hacia la sierra entre los mazahuas, sus hermanos. Y, como a su marido, le faltan, no sólo las palabras para decir lo que su mente encierra, sino también esos garabatos en el papel que siempre le han dado miedo.
Aun así, venciendo su temor, se sienta junto a la cama donde Zacarías no quiere dormir. No vaya a ser que si lo hace, los que quieren curarlo, le roben su pie. Y la mujer de Zacarías lo mira, lo escucha y entrecierra los ojos para ver si así logra entender lo que los de bata blanca dicen, pues no se atreve a preguntar.
Aunque parece que el enfermo yace abandonado, la verdad es que no es así. Evangelina, su mujer, como toda sombra leal, lo sigue y seguirá hasta que la tierra, y esperan sea la de su pueblo, lo cubra de rostro a pies y de preferencia. . . los dos.
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