Fue también en este año que la vida me obsequió dos nuevos amigos.
Uno, mesurado y puntual, un hombre con cicatrices en el alma y sabiduría en el corazón. Un vagabundo que usa la tecnología para robar al mundo pequeños instantes que después comparte con los atareados, como yo, que no tienen tiempo para detenerse a mirar.
El otro, un sonriente ladrón de corazones que llegó a nuestra vida en medio del oleaje, desde el otro lado del mar. Una incógnita, un desconocido que se mezcló en nuestra vida diaria como se cuela el vapor entre las rejas y de quien aún no he descifrado las verdades de su corazón.
Estos dos nuevos amigos, tan distintos y tan extraños, son ahora parte del bagaje de mi vida.
Al intentar redondear mi resumen, mencionando el logro de alguna de mis metas u objetivos, no puedo evitar el sonreír pues, a decir verdad, no concreté ninguno. . . ¡ni uno sólo! Pero, con especial asombro, me doy cuenta de que acerté a completar un propósito que no aparecía en mi lista: Morir a mí misma mientras amé a mi prójimo en acción.
Tal vez, si tuviera que dar un título a este año de mi vida, lo llamaría “Aprendiendo a amar”. Pues ha sido en este tiempo que logré amar mientras recibía la puñalada por la espalda, perdonar cuando aún sangraba la herida, servir cuando era repudiada, dar cuando la desilusión me derribaba y quedarme, aunque el corazón me gritaba que me fuera. Y, con sinceridad y humildad, declaro que nada de eso es mérito mío sino de Quien aún sigue modelándome y enseñándome a permanecer en el verbo más difícil de vivir: AMAR. (continua. . .)
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