Al mirar hacia atrás, veo días llenos de quehaceres, carreras, cansancios y soledad. Pero, por extraño que parezca, el sabor de los recuerdos es dulce pues, cada uno de ellos, me enseñó a disfrutar de la presencia de mi mami, el cuidado de mi papi, el amor incondicional de mi esposo, y la presencia de cada uno de los míos con la solidaridad que sólo un amor muy grande puede dar.
En este año y contra mi costumbre, asistí a tres bodas. La primera, madura de experiencia y determinación, aunque sin perder la candidez de la ilusión; la segunda, ejemplo del cimiento de la fe y la obediencia, llena de la naturalidad del amor limpio; y la tercera, toda una celebración del anhelo resguardado con celo por más de una década.
También en este capítulo, festejé con lágrimas de gozo que el talento de mi hijo fuera descubierto y, además, que viera coronados sus esfuerzos con un reconocimiento ganado a pulso de compromiso y persistencia.
Viví, casi conteniendo el aliento, el inicio de la última etapa en el renacimiento profesional de mi hija, con la esperanza de que su corazón aprendiera la lección más importante en el servicio: el amor y la entrega al prójimo.
Ha sido en este pasaje de 365 días que he podido ver, de cuerpo entero, al hombre al que uní mi vida en juramento frente a Dios. Ante mis ojos, he vivido la fortuna de ver su naturaleza revelada pues, ante cada adversidad y cada reto, me demostró su integridad, su capacidad de compromiso y el tamaño de su fe.
Al final de mis cincuenta y uno, sigo confirmando que, ser abuela, es una de las bendiciones más sublimes que he podido recibir.
La lejanía de mi hogar me regaló tiempos de fascinante convivencia con mis nietos. He visto resurgir la sonrisa de mi nieto y me he reído a todo pulmón al hallar la esencia burbujeante de mi nieta. Por cada día de ausencia de mi propia casa, Dios me entregó la risa y la ternura de mis pequeñitos por consuelo. (continúa. . .)
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