La pregunta que ronda, cuando has entrado a los cincuenta, es inevitable: ¿Quién será el primero de nosotros?
Cuando jóvenes, ninguno nos sentíamos aludidos con los temas de enfermedades y, mucho menos, con los que hablaban de muerte. Pero las décadas nos han alcanzado y resulta ineludible el comenzar a preguntarnos, ¿cuándo dejaremos de estar todos los que formamos la familia?
Una primera experiencia ocurrió hace muchos años cuando, mi hermano que me sigue en edad, recibió una descarga de alta tensión. Un milagro, literal, le permitió sobrevivir y continuamos la vida con la idea de que, aquello, había sido un evento totalmente fortuito.
Ahora las cosas son distintas. Un achaque por aquí y una enfermedad por allá, nos van anunciando que la edad se nos está viniendo encima. Los hermanos, que vamos de los 40 y hasta los 56 años, eventualmente tenemos conversaciones sobre los inconvenientes de salud, pero fue hasta hace dos semanas que la nube amenazante de una enfermedad mortal nos hizo reaccionar.
“Posible cáncer”, hablábamos entre nosotros y con temblor de corazón evitábamos imaginar una confirmación. Pero, gracias a Dios (y no es un decir mundano o popular), no pasó de preocupación y todos hemos retomado la idea de que, eso, aún no marcará nuestra historia. Pero, ¿para qué nos sirven estos episodios? ¿Acaso debemos archivarlos en el olvido, así nada más?
Para mí, al menos, resultó un catalizador en la conciencia de que, así como no podemos detener el curso del sol y de la luna, la vida de cada uno de nosotros, algún día, llegará a su fin. Y más que una actitud pesimista, de la experiencia renació una convicción de que ¡no hay tiempo que perder para disfrutarnos, amarnos y acompañarnos en armonía!
Aunque estamos predestinados a morir en este cuerpo, nada nos obliga a vivir absurdamente. Así que, ¡Vamos! ¡Aprovechemos el tiempo!
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